Morirse es factible, y en ciertas circunstancias un acto de altruismo, un gesto de benevolencia que buena parte de la familia sonríe en silencio. Ocurre que después del llanto y de las maldiciones y los lamentos y de alguna satisfacción oculta, los parientes y amigos del muerto caen en la cuenta de que están metidos en un brete: ¿Y ahora qué hacemos con el cuerpo? Conflicto doméstico de naturaleza sinuosamente capitalista, con aires de ética fingida.
Las personas bien nacidas, los ciudadanos católicos, apóstolicos y romanos, ciudadanos concienzudos que no hacen más que velar por el futuro de sus hijos y de sus nietos, en tanto se la pasan errando por la vida, deberían pensarlo muy bien antes de desplomarse en el piso o echarse a dormir y nunca más despertar, o ser devorados por la inercia a la que conduce este sistema de vida incierta y muerte irremisible. En los últimos años el precio de un ataúd se fue al diablo. El envoltorio de los muertos se desmadró.
El ataúd estilo americano (o sea: americano) no baja de los diez mil pesos, y convengamos que si el muerto tenía un salario de ocho, nueve mil pesos, es para charlarlo. Uno de chapa, tres mil.
Años atrás, un buen féretro de sesenta centímetros de ancho por un metro noventa de largo, no costaba más de ochocientos pesos. En estos días, en Rosario, se ha puesto de moda el ataúd low cost. Madera en bruto, sin lijar, sin adorno de ningún tipo.
Hace tiempo, charlando con un amigo acerca de esta cuestión, es decir, qué hacer con el muerto, llegamos a una conclusión que considero justa y razonable: metamos al muerto en una bolsa de consorcio y dejémosla en la calle, junto al conteiner de la basura. Que el Estado se haga cargo, porque el Estado, de uno u otro modo, lo mató. El Estado, el sistema, la ausencia total de derechos básicos que ignora el Estado, brazo institucional del sistema, colaboró en esa muerte. A veces de modo directo y brutal; a veces, a partir del desdén.
Vamos, ya lo sabemos desde que el capitalismo ideó al Estado como su regente, su hacedor legal de atropellos y vejaciones, y a la democracia como su coartada y frontispicio. Como su excusa benefactora. Bueno, que al menos se hagan cargo de sus muertos.
O seamos como el señor Núñez llegando a las oficinas de «La Pirotecnia» con una valija repleta de armas; Núñez, el del cuento «Also sprach el señor Núñez». Abelardo Castillo. Somos Núñez y sólo queremos gritar: “Cuando un hombre, por un hecho casual, o por la síntesis reflexiva de sus descubrimientos cotidianos, comprende que el mundo está mal hecho, que el mundo, digamos, es una cloaca, tiene que elegir entre tres actitudes: o lo acepta, y es un perfecto canalla como ustedes, o lo transforma, y es Cristo o Lenin, o se mata. Señores míos, yo vengo a proponerles que demos el ejemplo y nos matemos de inmediato”.