Agencia HLE | La charla fue semanas atrás, en el auditorio del club Los Andes, en Lomas de Zamora. El título, debemos convenir estimado lector, sin duda alguna excitaba la curiosidad de todo ser pensante que deambule por esta tierra: “El matrimonio: su fecha de vencimiento”.
El conferencista, licenciado Martínez Aterral, acudió a una sutil humorada antes de meterse en tema. Citó a Bernard Shaw en un inglés perfecto, que, a continuación, con las debidas disculpas por mi desventurado conocimiento de la semántica de esa hermosa lengua de origen germánico que los reinos anglosajones dieron por llamar inglés, les traduzco: “El cigarrillo es el vicio más fácil de abandonar. Yo lo he dejado miles de veces”. El público sonrió al entender la metáfora, y hasta desde las últimas butacas pudo oírse una carcajada de timbre femenino.
Dio las gracias a todos los presentes y sin mediar ceremonia dijo: “¿No creen que en realidad es así? La mujer y el hombre son el cigarrillo del matrimonio. Pasamos una vida cumpliendo el contrato y violándolo con la misma frecuencia. ¡No lo soporto, lo voy a dejar! ¡No la soporto, la voy a dejar! ¿Y qué ocurre, pues? Continúan juntos, unidos, felices, sonrientes. Al principio, besándose en la boca ante cada despedida efímera; tiempo después, besándose en la mejilla; por fin, saludándose con indiferencia antes de cerrar la puerta de la casa cada mañana, o, a lo sumo, un beso seco en la frente”.
El licenciado Martínez Aterral hizo una pausa, tomó un trago de agua, se pasó la mano derecha por la cabeza calva, y explotó: “¡Vamos señoras y señores aquí presentes! Eso ocurre porque hay un contrato legal, social, cultural, diríamos que atávico, que nos indica, en un acto de demencia cuasi criminal, que el matrimonio es una unión eterna e indisoluble! El matrimonio, nos han enseñado, es una comunión de por vida. Creo que ninguno de los presentes, ni de los que están por la calle, o durmiendo, o mirando con asombro la pantalla del televisor, tuvo en cuenta la magnitud que tenía esta comunión a la hora de firmar unos papeles, sacarse fotos, aguantar con estoicismo al idiota de la lluvia de arroz, y después almorzar con la familia, y a la noche tener una noche que nunca será mejor que la primera. Ni hablar de la pareja que además cayó en la pecaminosa ocurrencia de ponerse a caminar sobre una alfombra roja hacia al altar de una iglesia. Sus problemas son sustantivamente mayores. Entonces, queridos todos, ¿por qué no pensar en la elucubración de una ley que permita el matrimonio temporario? Quiero decir, un vínculo que tenga fecha de vencimiento, convenido por las partes, pero que por supuesto pueda ser renovado. Un contrato de, por ejemplo, seis meses, o de nueve o quince. Y al cabo del vencimiento, si los dos están de acuerdo, a renovar y a renovar. Pero que la ley también permita, a cualquiera de las partes, decir no, ni en broma, hasta aquí he llegado, pelotude, te podés ir a la concha de tu madre”.