Por Pablo Bassi | A sus ocho años Julio Cao tenía la vocación definida. En un cuaderno escribió que lo más lindo de ser maestro es enseñar a leer y escribir. Dio clases en villas, en San Justo, Isidro Casanova, González Catán y en la Escuela Primaria 32 de Laferrere.
Vivía en La Tablada y ahí realizó el servicio militar obligatorio, en el Regimiento de Infantería Motorizada III General Belgrano. Cuando regresó, le deparaban dos sorpresas: la espera de una hija y la inminente recuperación de Islas Malvinas.
Aunque nunca le llegó la circular que lo obligaba enrolarse, fue a la guerra por convicción. “Cómo puedo enseñarle a mis alumnos el concepto de patria escondiéndome debajo de la mesa”, decía.
Partió rumbo a Puerto Argentino el 12 de abril para combatir en Monte Longdon, donde estableció un lazo afectivo inquebrantable con Walter, su compañero de pozo y testigo de las cartas que bajo el mismo cielo escribía a su esposa describiéndole un estado de situación más benigno que real, prometiéndole no más discusiones a la vuelta, confesándole que sólo la bebé en camino lo mantenía en pie en medio de las bombas.
En pleno campo de batalla, presagió su muerte y le entregó a Walter en mano la única foto suya uniformado. “Para que se la entregues a mi esposa, por si cualquier cosa”, le dijo. Y así fue. Cayó muerto el 14 de junio, cuando las tropas organizaban la retirada horas antes de la rendición. Por la espalda, un misil terminó con sus 21 años.
Julio Cao fue uno de los 17 mil héroes anónimos involucrados en Malvinas hasta que se conoció otra carta que escribió desde las islas a la Escuela 32 de Laferrere. Está dirigida a la directora, a quien sí le relata la cruda realidad. Hacia el final saluda al personal, al resto de los docentes y a la señora Alicia y sus mates del mediodía. “Aquí el desayuno es una especie de mate cocido mezclado con cal de albañil y hasta un poco de cemento, nada de azúcar”, ironizaba.
“Cómo puedo enseñarle a mis alumnos el concepto de patria escondiéndome debajo de la mesa”
Dentro de aquellas cuatro páginas, hay diez renglones dedicados a sus alumnos de tercero. Julio Cao dice estar preocupado por no haberse despedido a tiempo antes de ir a defender la bandera. Les hace saber que a la noche, cuando se acostaba, cerraba los ojos y veía cada una de sus caritas riendo y jugando. Que soñaba con ellos. Que los quería contentos, porque su maestro los quería y extrañaba. Le pide a Dios volver pronto y a ellos que “no se preocupen mucho porque muy pronto vamos a estar juntos nuevamente y vamos a cerrar los ojos y nos vamos a subir a nuestro inmenso cóndor y le vamos a decir que nos lleve a todo el país de los cuentos que, como ustedes saben, queda muy cerca de las Malvinas”.
Hoy la escuela 32 lleva el nombre de Julio Cao. No sólo sus alumnos conocen ya esta historia de amor, sino varios pibes en toda la Argentina que pudieron escucharla en los actos conmemorativos desde 2012.
En mayo pasado, su cuerpo dejó de ser conocido sólo por Dios y forma parte del centenar de identificados en el Cementerio de Darwin.