Que conste en los registros futuros de cómo era la vida de los humanos en esta época: con infinita alegría y frenesí habían inventado, creado, prohibido, aprobado, enterrado, avivado, censurado y, por sobre todas las cosas, enajenado, mercantilizado y estupidizado, la auténtica comunicación entre las personas, es decir, el contacto de veras entre las personas, el sonido de la palabra, el favor de los ojos, de la mirada, del apretón de manos, de la sonrisa, de la sorpresa, de la tristeza y del enojo y de la satisfacción cuando afloran en la cara que uno está mirando, que el otro te está mirando. Y lo hicieron de un modo tan drástico que a la larga causó una epidemia de soterramiento de la personalidad y de la identidad de la que nadie logró escapar con vida propia. Salvo, desde luego, millones de adminículos que quedaron desperdigados por todas partes, agonizando, a la espera de que algún dedo les devolviera la vida, su razón de ser, su cáustica luminosidad.