¿Cómo, de qué manera original o, al menos, novedosa y pasible de asombro, escribir acerca de lo que uno y muchos otros hemos escrito ya tantas veces? Comienza a resultar fastidioso (¿peligroso?, ¿temerario?) corroborar que las palabras formuladas tiempo atrás, y repetidas hasta el cansancio, bien pueden repetirse, una y otra vez, pese al correr de los años, con formidable oportunidad.
Feo y grotesco. Melancólico y aterrador el comportamiento del poder político. Eso de la tenacidad en mantener un error, de perseverar en el cretinismo y la insolencia.
El gobierno y sus hombres, la oposición reaccionaria y sus hombres, los grandes medios de comunicación y sus escribas y habladores, todos, pero absolutamente todos, han resuelto sitiar el discernimiento. Un asedio a la razón. Un bloqueo, un pertinaz hostigamiento al soberano derecho de manifestarse que causa pesadumbre.
El país está habitado por millones de personas que de modo alguno pueden caer en la osadía de tornar visible su existencia. Permanezcan en sus barrizales, bestias. No se les ocurra asomar por la gran ciudad esas caras insatisfechas y poco logradas. Porque la ciudad, con el activo sostén de sus vecinos ilustres, ha resuelto suprimirlos con la indiferencia. ¿No han comprendido que consigo sólo traen malestar? Nosotros, el poder, no los reprimirá: será la sociedad, hastiada y saturada de sus desplazamientos por calles y geografías que no les pertenecen, la que les pondrá límite.
Váyanse, muéranse, olvídense de que han nacido, y, si les cabe, si todavía cabe en sus anhelos locos, rueguen al señor, agradezcan el hecho de haber sido alumbrados. De lo contrario, el gran hombre, a la manera del Yavé del Génesis tramando el diluvio universal, dirá: “Borraré de la superficie de la tierra a esta humanidad que he creado, y lo mismo haré con los animales, los reptiles y las aves, pues me pesa haberlos creado”.