¿Qué añadir acerca de ese tal Ángel Pedro Etchecopar, alias Baby, criatura de aspecto pusinesco que da la impresión de haber sido alumbrada en una noche de tempestad, extrema generosidad y ceguera universal? Basta escucharlo y mirarlo sin demasiado esmero para caer en la cuenta de que en ese cráneo amarrete se concentra buena parte de la cómplice y nauseabunda esencia cultural argentina que ha hecho posible este país de morondanga. Escucharlo equivale a escuchar los mortuorios y sulfurosos ecos de los asesinos de la Patagonia rebelde; de los hacedores de la década infame; de los fusiles de José León Suárez; de las masacres de Ezeiza y Trelew; de los torturadores y violadores y ladrones de bebés de una dictadura militar que, es dable suponer, él extraña hasta las lágrimas; de censores y oscurantistas; del ponzoñoso “por algo será”, que condenó a la muerte a decenas de miles de personas. Escucharlo equivale a escuchar la voz de la inquisición y la estruendosa carcajada que suelta el policía cuando en los testículos del chico que robó un celular reúne los dos polos del cable. En el tal Etchecopar, en fin, cualquier aprendiz de antropólogo, hasta el más pánfilo, habrá de hallar el especular e incorregible humus de los pasajes más nefastos, grotescos y sanguinarios de la historia del país. Por eso es plausible que exista y hable y sin pudor se exponga por toda parte. Para que podamos comprender cabalmente el origen de todos nuestros males.