Los vecinos ilustres de Buenos Aires están afligidos, no logran pegar ojo, viven acosados por una manada de malhechores; con espeluznante locuacidad, los noticieros que suelen oficiar de voceros de sus taras y prejuicios resolvieron aventurarse en el pantano de una deplorable conveniencia semántica. Excitados hasta la náusea por las imágenes borrosas de robos al voleo o simples altercados callejeros que los televidentes graban con celulares y les hacen llegar a la manera de vigilantes de la sociedad, los informativos gastan minutos y más minutos en el relato de episodios comunes y ordinarios cuyo lugar común no es otro que la desesperación. Así las cosas, se la pasan echando al viento una serie de términos que, presumen, no son otra cosa que senderos y atajos indecentes que conducen hacia un temible estado de inseguridad: agitadores, vándalos, marginales, violencia, desocupación, droga, alcohol, vagancia, irresponsabilidad, falta de moral y de educación.
Exigen, entonces, orden, control, espionaje y vigilancia. Claro, los ilustres siempre han sabido velar por el bien de los hacedores y responsables de la catástrofe; han sido diligentes cómplices de las políticas de desbaratamiento y brusco despojo que ha padecido el país durante años, en particular en tiempos de dictadura, políticas que han hecho del país un melancólico aquelarre de carencias inauditas y de un creciente y lógico malestar.
Confieso que, en estos días, y por momentos, experimenté la sensación de encontrarme en la patria que el decente señor Blumberg anhelaba fundar: un territorio virgen e inmaculado, hecho de rejas, uniformes, cepos, mazmorras y patíbulos en cuyo umbral, en letras de neón, titilara la advertencia: “Prohibido el ingreso con negros, mestizos, pobres, indigentes, habitantes de asentamientos, desocupados y demás especies bárbaras. Prohibido, en fin, ingresar con otro”.
La inseguridad, de pronto, se ha convertido en la peor de las maldiciones. Hallazgo que celebro porque, sospecho, sentirse seguro equivale a vivir libre de riesgo, a tener certezas y gozar el favor de la confianza.
Por supuesto, ilustres, la inseguridad es un mal enorme y grotesco.
Hay millares de personas que viven sumergidas en un pasmoso estado de inseguridad que comprende un sinfín de causas, a menudo convertidas en mera estadística: la inseguridad que provocan la falta de empleo, asistencia médica, educación, comida y vivienda; la inseguridad que causa la ausencia de perspectivas y de memoria; la inseguridad que esparce el gobierno a partir de su contínuo desdén y la que infunde el desconocimiento de los derechos básicos de un ciudadano. La inseguridad que florece al amparo de la impunidad y la discriminación.
Desde luego, el rostro de la exclusión causa vértigo y escalofrío. El pecado del habitante de un asentamiento está concentrado en la aspereza de sus rasgos, en la pesadumbre de su mirada. Lleva a cuestas la comisión de un delito viejo y visible: el color de su piel.
Pero los vecinos ilustres no deben preocuparse. Allí, cerca, en alguna orilla, siempre tendrán a mano a los decentes partidarios del voto calificado y de una sociedad aséptica, desprovista de ciudadanos: miseria sin miserables, pobreza sin pobres, protesta sin ruido, discrepancia sin voz.