Si yo te digo que presumo que no me he contagiado, tú me dices que de la presunción al hecho en cuestión no hay más que un paso, y él nos dice que la culpa es nuestra porque no usamos escafandras. Nosotros, tú y yo, le decimos a él que a pesar de lo que nos dicen la radio, la televisión y los diarios, no usamos escafandras porque a duras penas nos alcanza para salir de nuestro barrio. Entre tanto, vosotros miráis con asombro. Y ellos nos dicen que sólo permanecerán en este mundo ideal los que se aventuren a pagar buenos pesos por unos barbijos y litros de gel de alcohol con aloe vera. Que no daña la piel de las manos. Así las cosas, nos comunicaremos aún más a la distancia, con recelo, con precaución, con sospecha, saludándonos con el codo, echándonos besos a lo lejos, mirándonos de reojo en los colectivos y en los vagones de los trenes y del subte. Y terminaremos descuartizando al que nos tosa en la cara. Y entonces regresará Macri de Italia y nos contagiará de nuevo a todos.