Nunca había visto a los vecinos del sexto A del edificio de enfrente. O quizá nunca había reparado en su existencia. Solían tener las persianas bajas, como que escondiéndose continuamente. A veces, presumo, del sol, que en el verano abrasa la fachada de ese lado de la calle a partir de las tres de la tarde. Sí podía oírlos gritar cuando jugaba River; en el estrecho balcón amarraron una bandera roja y blanca. Siempre imaginé que algo raro pasaba en el interior de ese departamento. Ni bueno ni malo. No hay moral en esta observación. Como no tendría que haberla en toda observación o comentario. El bien y el mal son categorías borrosas, nómadas, fundadas en preceptos que los propietarios del mal establecieron.
Pensaba que en el interior de ese departamento había algo misterioso, una rara ausencia, digamos, que sólo cobraba vida de vez en cuando con el grito de un gol que sonaba en toda la cuadra. Los vi, pude conocerlos, el pasado veinticuatro de marzo, cuando nos saludaron desde el balcón al ver en el nuestro un pañuelo blanco, y nosotros ver el pañuelo que ellos habían sujetado con broches cerca de la bandera de River. Hoy los escuché gritar “¡Qué siestón!”. Ayer habían gritado “¡Qué embole!”.