El reo entró a la sala custodiado por dos policías. Estaba metido en unas ropas gastadas, de colores muertos. Sonreía. El público lo miró con desdén hasta que llegó a la mesa y se sentó junto a su abogado. Lo acusaban de asesinato y torturas previas. El abogado defensor del reo pidió la palabra y explicó, al tribunal y al público, que su defendido había procedido de tal modo porque tenía la certeza de que iba robar “dinero que había sido fruto de la corrupción política”, cosa que, al decir del defensor, no implicaba delito alguno. “Su Señoría”, dijo el abogado defensor, “todos sabemos muy bien que el ladrón que le roba un ladrón, tiene cien años de perdón”.
“¿Y en qué pruebas usted se funda para afirmar que la riqueza de la víctima era producto de la corrupción política”, preguntó el juez al defensor.
“Bueno”, dijo el abogado defensor, “veo que usted no lee diarios y tampoco se toma el tiempo para los noticieros o la radio, ejercicio continuo y fundamental que debe tener todo hombre que trabaja en la Justicia”.