Casi todos los deseos del pobre están castigados con la cárcel. Un principio claro y evidente. En especial en esta tierra sin límites, plagada de gente rota y caliente. Ocurre que esos tipos desean cosas inauditas. Son unos atrevidos. Suponen que tienen el derecho de comer cada día, dormir bajo techo, sobre un cómodo colchón, y de vez en cuando acompañados; comprarse algo de ropa, bailar hasta el alba, trabajar, cobrar por su sucio trabajo, comer en familia, abrigarse en invierno y refrescarse en verano y, cosa ya de locos, pretenden que los otros observemos con naturalidad y resignación todo esto. Son deseos vanos e inauditos, anhelos penados por la ley humana. Y a veces con una crueldad incomparable. Es que la miseria no sólo hunde al miserable en el desaliento, en la vulgaridad más abyecta, no, nada de eso. Si fuera solamente así los poderosos del mundo no tendrían de qué preocuparse, nada habría de perturbar sus sueños. La miseria convierte al hombre en criatura enceguecida y maciza capaz de salir a la caza de comida y de techo, de trabajo sucio, de tierra propia, de aire y agua. De luz. A la caza de identidad y consideración.