¿Cómo es posible que todavía, al cabo de tantas y tantas décadas de opresión, oscurantismo, libertades fallutas, en ocasiones represión cruel y desenfrenada, y desdén, por sobre todas las cosas desdén al pobre, al miserable, al de piel oscura o agrietada o, digamos, al que su fisonomía delata como un ser inferior, casi un no ser cuya presencia afea el paisaje, cómo es posible, digo, que ninguno de los que andan revoloteando en el poder político, particularmente los que están en el nervio motor del poder, es decir, medios de comunicación y dirigentes políticos, no caigan en la cuenta de lo que está ocurriendo, de lo que ocurre desde siempre? Parecen nómadas del buen juicio, del pensamiento, de la convicción. Un amasijo de teatralidades.
El umbral del desmoronamiento de la razón y del sentido común tiene que ver con las palabras, con los discursos. Con los parlamentos de señoras y señores, de señoritas y señoritos, que desde cada sitio del poder, hasta el más inadvertido, sueltan esos ruidos deshabitados de amabilidad y correspondencia que adormecen el juicio. Vendaval de balbuceos.
Es el viento palabroso, su corriente hacia uno y otro lado, lo que hace que esos ruidos deshabitados de amabilidad que salen de la boca de los desbocados cobren otra vida, otra significación, y vuelen por toda parte a la manera de suerte de verdad casi axiomática. No. No casi. Axiomática sin vueltas. Lo leí. Lo vi. Lo oí. Me lo dijo un vecino. Pasó esto y lo otro. ¡Lo dijo él! Pero la historia nos ha enseñado que lo que uno ha leído, que ha visto y oído, y comentado y echado al aire, muchas veces no ha ocurrido, o sí, pero disfrazado.