Sería el asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas, ocurrido el 25 de enero de 1997 en la ciudad de Pinamar, el hecho que de manera decisoria había de situar a la policía de la Provincia de Buenos Aires en el punto focal de la opinión pública. La investigación del caso Cabezas fue un cúmulo de incertidumbres, sospechas y astutas desprolijidades: la banda de los Pepitos, las divagaciones del arrepentido Carlos Redruello; los misteriosos viajes del arma; el peculiar hallazgo de la cámara fotográfica; las discrepancias en las sucesivas autopsias y en las pericias balísticas, etcétera, etcétera. Todos estos hechos turbios tuvieron un lugar común: el comisario Víctor Fogelman, un hombre que, cerca en el tiempo, había tenido a su cargo una Dirección de Inteligencia que, por orden del gobernador Duhalde, se dedicaba a espiar, y sin talento alguno, a periodistas, políticos y jueces. Me consta.
(…) Presumir que a partir del 26 de enero de 1997 Duhalde se entregó por completo a resolver el asesinato de José Luis Cabezas, movido por cuestiones humanas y, por sobre todas las cosas, porque comprendió que era su responsabilidad hacerlo, comporta un desatino. Incluso, cabe el interrogante: ¿se entregó de veras a buscar la verdad? La respuesta es sencilla y el mismísimo gobernador la tornó pública en su momento: “Cómo no me voy a preocupar por el caso Cabezas, si es una roca, un cadáver que han puesto en mi camino”. Desde luego, no en el camino hacia su casa, su despacho de gobernador o un nuevo viaje a Punta Cana, playa de elite en la República Dominicana. En el camino hacia la Presidencia de la Nación. Y en ese derrotero, vaya paradoja, tuvo en Yabrán al acompañante perfecto, el enemigo que todos quisiéramos tener: el peor, el número uno; aquella clase de enemigos que con su sola sombra ominosa le otorgan un haz de luz al político más deslucido.