Por Mariano Vázquez | Con el golpe de Estado que Barrientos —jefe de la fuerza aérea y vicepresidente de Víctor Paz Estenssoro— perpetró contra su propio gobierno el 4 de noviembre de 1963 comenzó en Bolivia una era de ataque despiadado del poder, representado por las Fuerzas Armadas, contra el movimiento de resistencia social que lideraba la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FTSMB), nucleada en la Central Obrero Boliviana (COB).
Esa confrontación de fuerzas tuvo una primera repuesta oficial en mayo de 1965 a través de una serie de decretos-leyes represivos contra los sindicatos. El día 17 Barrientos firma el DL07171 que “declara fenecidas las funciones de los dirigentes sindicales”; al día siguiente el DL07172 obliga a que “las asambleas (obreras) para conformar directivas `ad-hoc´ deben contar con la presencia de un personero del Ministerio de Trabajo”; el 23 el DL07181 proclama como “zonas militares los campamentos mineros de la COMIBOL (Corporación Minera Boliviana), bajo jurisdicción del Código Penal Militar”, poniendo bajo su control a quienes hicieran abandono masivo de trabajo (huelga)”; y el 24 el DL07188 que impone una nueva escala salarial que en la práctica constituyó un reducción: la rebaja promedio fue del 26,4 por ciento.
Los decretos entreguistas tuvieron como respuesta obrera ese mismo mes de mayo la realización de un congreso unitario de los mineros en la localidad potosina de Siete Suyos (las minas en Bolivia ocupan toda la línea sur, desde La Paz hasta el departamento de Potosí, fronterizo con el norte argentino).
En el libro 1967, San Juan a sangre y fuego, Carlos Soria Galvarro, José Pimentel Castillo y Eduardo García Cárdenas relatan esa disputa capital en la historia del país andino-amazónico.
En el capítulo I, Mineros y guerrilleros, Soria Galvarro refiere que en aquellas jornadas de mayo de 1965 se ratificó “el pacto minero-universitario-estudiantil, la defensa del fuero sindical, la reposición del control obrero (…) la lucha contra la enajenación de los yacimientos de Matilde, Mutún y Turqui; la lucha por la instalación de hornos de fundición de estaño y antinomio, aceptando la oferta soviética y checa (…) la derogatoria del Código del Petróleo y expropiación de la GulfOil y el rechazo al chantaje de los organismos financieros internacionales que habían suspendido créditos a Bolivia mientras no se indemnizara a la Bolivia Railway (empresa de ferrocarriles). El nuevo Comité Ejecutivo Nacional fue reducido de 45 miembros a sólo 25. Hubo una renovación sustancial de cuadros”. La posición del gobierno sobre estas resoluciones fue expresada por el coronel Juan Lechín Suárez, presidente de COMIBOL: «El congreso no será reconocido y sus dirigentes están en condiciones ilegales».
Durante este período la justicia también se ensañó con los mineros. Los dirigentes sindicales afrontaron juicios por hacer asambleas, huelgas y reclamos salariales. Sumado a esto, el 23 de marzo de 1967, se inició la acción guerrillera en el oriente del país, en la amazónica región de Ñancahuazú, que comenzó a ocupar las primeras planas de la prensa. El dictador Barrientos pidió la reposición de la pena de muerte.
La revista FEDMINEROS de la FSTMB, en su número 17 del 25 de mayo 1967, publicó una nota con el título Frente Guerrillero: «El hambre, la miseria, la explotación, la desocupación, la violencia y el matonaje, como la persecución que ha impuesto el Gobierno gorila de Barrientos, es la consecuencia de la aparición de la GUERRILLA. Los generales dicen que se trata de bandoleros enemigos de los pobres, pero esto nadie cree. Podemos afirmar que la mayoría de los trabajadores ven con simpatía la acción guerrillera. Esto es la verdad. No puede ser de otra manera, cuando se vive en la injusticia, sin trabajo y mal alimentado. Sabemos que yanquis operan de antiguerrilleros y eso indigna a los obreros».
El 6 de junio se realizó una Asamblea General de los trabajadores mineros de Huanuni, con la presencia de dirigentes de Siglo XX y Catavi, la resolución principal fue la convocatoria a una Marcha de la Unidad Obrera y de repudio al gobierno a la que fueron convocados todos los distritos mineros y sectores laborales. Sus consignas: «Defender la nacionalización de las minas ante la amenaza de entregar(las) a consorcios imperialistas» y «apoyar moral y materialmente a las guerrillas patrióticas que operan en el sudeste del país».
Al día siguiente el gobierno dictó el Estado de Sitio ante el accionar de la “subversión comunista”. «En vista de los preparativos para realizar una manifestación armada que debía marchar sobre la ciudad de Oruro y ante la evidencia del apoyo prestado al movimiento guerrillero en los discursos pronunciados en los distritos mineros, el gobierno, en uso de sus atribuciones constitucionales y en cumplimiento de su deber ha resuelto declarar el Estado de Sitio y prohibir todo tipo de manifestación», anunció la Junta militar.
La dictadura buscaba instalar en la opinión pública la falsa idea de la acción coordinada entre la guerrilla y los sindicatos mineros: «Hay un plan subversivo general que está siendo puesto en marcha en el país», perturbaban.
Ese año confluyeron en Bolivia dos elementos que preocuparon hondamente a la dictadura boliviana y, también, al gobierno de los Estados Unidos: las luchas del poderoso movimiento minero y la irrupción de la guerrilla de la mano del Che Guevara. Como lo analizó el sociólogo René Zavaleta Mercado: «Los mineros de Bolivia, aunque probablemente no estaban con muchas ganas de pronunciar palabras tan mayores y sí en cambio de reponer sus salarios, intentaron sin embargo un titánico esfuerzo de apoyo que la guerrilla nunca les había pedido: fue la matanza de la noche de San Juan».
El gobierno planificó al detalle la Operación Pingüino de la que participarían la II División, el Regimiento Rangers, el Regimiento Camacho de Oruro, el Regimiento 13 de Infantería, la Guardia Nacional, Detectives de Llallagua y la Fuerza Aérea. Además, Barrientos envió a su hombre de confianza, el capitán Zacarías Plaza, para colaborar en la dirección del operativo.
A las 4.40 de la madrugada en los campamentos mineros de Siglo XX, mientras los obreros y sus familias celebraban con las fogatas tradicionales la noche de San Juan, la más fría y extensa del año, las fuerzas operacionales ingresaron y dispararon sin contemplaciones. El estruendo confundió a todos, creyeron que era fuegos de artificios.
La radio, actor central en las luchas mineras, había dejado de funcionar. La empresa, que colaboraba con la agresión militar, cortó la corriente eléctrica a las 5.10, temían que las emisoras propalasen la noticia y otros centros mineros acudieran en defensa de sus hermanos de clase.
El dirigente sindical Vidal Sánchez recordó que «los rangers empezaron a disparar ante la sola presencia de los obreros que transitaban para recogerse y otros para dirigirse al trabajo».
El sacerdote de Siglo XX, Gregorio Iriarte, describió la frialdad del ataque: «La columna del centro al mando del mayor Pérez, totalmente equipada con armas automáticas, se deslizaba pausadamente, en posición de combate (…) Se internan en el campamento Salvadora que se convierte en la antesala del infierno (…) El campamento está envuelto en un espantoso tiroteo y el arma de cada soldado vomita ráfagas de muerte en cualquier dirección (…) Las balas penetran en las casas por las ventanas y a través de los techos de zinc (…) El mayor Pérez y sus soldados perdieron la serenidad, ya no ven más que enemigos en cada persona que se esconde o cada puerta que se abre”.
La histórica dirigente de los derechos humanos, Domitila Chungara, relató que “más de diez jóvenes conscriptos murieron por negarse a disparar, ya que eran de la localidad, los comandantes allí mismo los blanquearon».
«Un solo minero, Rosendo García, se había batido, prendido en un fusil y con las heridas de su cuerpo sin vida, rubricaba su decisión de no permitir que se avasalle la organización obrera», evocó Iriarte.
La arremetida bélica culminó a las ocho de la mañana. Siglo XX fue cercada por las fuerzas militares, al igual que otros centros mineros. Los sobrevivientes fueron maltratados sin tregua. Entraron casa por casa. Se robaron lo poco que las familias obreras tenían. Hasta los niños fueron interrogados. Los dirigentes que subsistieron, al igual que sus parientes, fueron expulsados de los campamentos. Desterrados. Perseguidos.
“Para aumentar el amedrentamiento aviones de la fuerza aérea sobrevolaron Catavi, Huanuni y Siglo XX. La zona minera fue declarada zona militar, la corriente eléctrica fue cortada, no había telégrafo ni transporte, la vigilancia de las carreteras intensificadas con tropas y agentes del DIC (Departamento de Investigación Criminal) impidiendo la llegada de reporteros”, escribió García Cárdenas en el capítulo III A sangre y fuego.
Nunca se supo con exactitud el número de asesinados o heridos. Las cifras oficiales fueron cambiando hasta llegar a la de 27 muertos y 80 heridos. El historiador James Dunlerley dijo que fueron 87 los que sucumbieron a la bala militar, otras fuentes hablan de más 200.
García Cárdenas relata los días posteriores al exterminio: “En Siglo XX, Catavi, Huanuni y otras minas que se encontraban bajo control militar, las estaciones de radio fueron destruidas y ocupadas. La COMIBOL comenzó a despedir a un gran número de trabajadores, en especial en Siglo XX y Huanuni, también comenzaron a cerrar las pulperías, lo que significó que a los mineros, que ya vivían en situaciones deplorables, se sumó el hambre (…) cincuenta mineros fueron despedidos del trabajo, otros fueron apresados aun sin tener nada que ver con los movimientos políticos, los despedidos no sólo perdían el trabajo, sino también debían dejar la vivienda en dos días, de otro modo la empresa enviaba un camión y los sacaban del distrito junto con sus familias por estar en la lista negra. En el caso de las mujeres cuyos maridos habían sido deportados, se les echaba de sus viviendas (…) El sindicato fue cerrado, los dirigentes estaban en la clandestinidad”. Unos 200 líderes fueron confinados en prisiones infernales a las tropicales regiones orientales.
Desde Ñancahuazú, el comunicado N° 5 del Che A los mineros de Bolivia, que nunca llegó a difundirse, denunció: «Una vez más corre la sangre proletaria en nuestras minas (…) En los últimos tiempos, se rompió transitoriamente el ritmo y los obreros insurrectos fueron el factor fundamental del triunfo del 9 de Abril (se refiere al movimiento insurreccional de 1952, conocido como la Revolución Nacional, que derrotó al ejército regular en las calles de La Paz y Oruro). Ese acontecimiento trajo la esperanza de que se abría un nuevo horizonte y de que, por fin, los obreros serían dueños de su propio destino, pero la mecánica del mundo imperialista enseñó a los que quisieron ver, que en materia de revolución social no hay soluciones a medias; o se toma todo el poder o se pierden los avances logrados con tanto sacrificio y tanta sangre”.
La valentía de los diputados Marcelo Quiroga Santa Cruz y José Ortiz Mercado desnudó la maniobra de ocultamiento de la dictadura de Barrientos sobre la masacre minera y, meses después, por la responsabilidad de la CIA en el asesinato y posterior desaparición del Che. Ambos fueron desaforados del Congreso y confinados a las zonas remotas de Ixiamas y Alto Madidi.
El movimiento minero es considerado en Bolivia como la vanguardia y columna vertebral del sindicalismo. Por eso la represión estatal fue regla. Entre 1923 y 1996 se registraron once masacres contra los mineros. Como reza la canción Los mineros volveremos de Canto Popular: “No volverán a sangrar las calles del campamento / ni se escucharan lamentos en las noches de San Juan / y si nos quitan el pan a fuerza de dictaduras / nuestra lucha será dura por pan y por libertad”.