Un plan de lo más artero. Y de modo alguno es descabellado. Requiere, desde luego, de una buena dosis de indecencia, entrega diaria y, por sobre todas las cosas, desfachatez: simular que no tengo empleo, casa en la que vivir, plata para mis cosas básicas; fingir que me discriminan, me aporrean y me acusan de subversivo, desestabilizador, energúmeno y afecto a la vagancia. Sí, lo entiendo, un plan por completo intrincado. Ningún plan se lleva a cabo sin un mínimo de sacrificio. Hacer de cuenta que cada día, a cada hora, no soy más que una sombra, o quizá un estorbo que afea el paisaje y del que es necesario deshacerse, desterrar o incluso enterrar. Es imprescindible aparentar hartazgo, desilusión. Hacer alarde de desmembramiento. Y que tu piel, carta de presentación, tenga el color de la desventura. Y entonces, vagabundo, holgazán, obtendrás tu plan.