Por Lucia Ortiz, Viviana Barreto y Natalia Carrau (*) | En la altamente polarizada contienda electoral de Brasil, el presidente electo, Luiz Inacio Lula da Silva, dejó planteadas algunas pistas que luego retomó en el discurso realizado la noche de las elecciones de segunda vuelta cuando ya se conocía su triunfo, el 30 de octubre de 2022. Su discurso estuvo atravesado por las prioridades para el gobierno tanto en política doméstica como en política internacional. El foco estuvo fuertemente orientado, por un lado, al combate al hambre y la pobreza y, por otro lado, a reposicionar a Brasil como un jugador de peso en los debates regionales e internacionales.
Uno de los puntos de la agenda internacional propuesta se refiere, según el ex-canciller Celso Amorim y Consejero de Lula para asuntos internacionales, a la necesidad de revisar el acuerdo entre la Unión Europea (UE) y el MERCOSUR, cuyas negociaciones se iniciaron hace casi un cuarto de siglo sin nunca haber sido ratificado ni debatido públicamente. Tras la derrota de la propuesta del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) como una victoria regional popular que marcó la historia de los gobiernos progresistas a inicios de los años 2000, el acuerdo UE-MERCOSUR fue negociado por más de dos décadas a puertas cerradas sin grandes avances, hasta que fue anunciado como cerrado y acordado durante el gobierno de ultraderecha de Bolsonaro, en 2019.
Es especialmente importante analizar la perspectiva del acuerdo UE-MERCOSUR con el nuevo contexto geopolítico y a la luz de los compromisos del nuevo gobierno de garantizar la participación social efectiva en la formulación de las políticas públicas internas o externas. Y en clave regional resulta imprescindible considerar los riesgos y oportunidades de manera integral evaluando la región como un territorio común donde coexisten comunidades, pueblos, y bienes comunes de gran importancia.
La coyuntura global atravesada por las vulnerabilidades de los países y regiones -desnudadas por la pandemia por COVID-19 y profundizadas con los impactos de la guerra en Europa, localizada en territorios clave para el suministro de energía y materias prima para la agroindustria- debería llevar atención a la discusión sobre las relaciones económicas internacionales y sobre el poder y control que tienen las empresas transnacionales para determinar los flujos de comercio e inversión y los diseños productivos de los países y territorios. Comienza siendo hora de poner por encima las necesidades sociales y enfrentarse a un modelo de comercio neoliberal obsoleto y neocolonial, norteado por las demandas de suministro y mercados de las empresas europeas.
La guerra comercial y tecnológica Estados Unidos – China, el desarrollo del proyecto La Franja y la Ruta por parte del gigante asiático, la construcción del concepto de autonomía estratégica como directriz de la política internacional de la UE, son ejemplos claros del accionar de los principales jugadores globales en la búsqueda por asegurarse las mejores condiciones y los mejores recursos para su inserción internacional. No es nuevo. La evolución de la UE refleja una tendencia creciente hacia la aplicación y exportación de normativas y regulaciones proteccionistas para sí misma y extremadamente liberalizadoras y aperturistas para las demás regiones. El concepto de autonomía estratégica puede interpretarse como una versión renovada y complejizada de lo que en su momento fue el lanzamiento de la “Europa Global”. La guerra comercial y tecnológica entre Estados Unidos y China tampoco es nueva, pero es ahora cuando más claramente la UE está intentando salir al cruce de la misma para asegurar su porción de recursos y mercados.
En América Latina este es un momento que presenta procesos de cambios políticos en un marco de crisis y tensiones. Por un lado, el devastador impacto del último período de neoliberalismo, expresado en términos de aumento de la desigualdad, un nuevo ciclo de concentración de la riqueza con retroceso en políticas públicas para el bienestar social y el avance y reconfiguración del capital transnacional en la región. Por otro lado, escenarios de cambio político hacia la izquierda en diversos países de América Latina en un contexto de profunda polarización política, expansión de la cultura del odio y el conservadurismo y el deterioro de las condiciones democráticas de la vida pública.
Son especialmente significativos los movimientos y señales de los gobiernos de México, Argentina, Chile y Colombia para recuperar la discusión sobre el regionalismo latinoamericano y caribeño y las bases económicas y políticas estratégicas sobre las que debe sustentarse nuestra relación con el mundo. Este escenario se completa muy especialmente con la victoria electoral de Lula da Silva en Brasil, que ha sido clave en la construcción de diálogos políticos y también de fortalecimiento institucional de la integración regional y solidaria.
Desafíos y riesgos
Con los nuevos escenarios políticos llega la necesidad de reposicionar antiguos desafíos y sopesar nuevos riesgos. En materia de inserción internacional y para el contexto del MERCOSUR, el principal reto para el movimiento por la justicia ambiental está en poder instalar el debate sobre el modelo productivo a la luz de la insustentabilidad del modelo basado en el agronegocio y en la exportación de minerales y agro commodities. Y este es un desafío compartido con los proyectos políticos que promueven y luchan por una transformación social y para otros movimientos sociales como los que luchan por la justicia social, el trabajo decente y digno, la soberanía alimentaria, la justicia de género, la igualdad racial, los derechos de los pueblos indígenas y quilombolas, entre otros.
Responder a la insustentabilidad del modelo implica pensar en una inserción internacional diferente. El principal peligro podría estar en continuar desarrollando una inserción internacional que profundice aún más la insustentabilidad del modelo. Avanzar con el acuerdo entre la UE y el MERCOSUR sin abrir el debate con participación social sobre sus contenidos es, desde nuestra perspectiva, un riesgo enorme.
Durante la campaña electoral, el Partido de los Trabajadores (PT), en voz del propio Lula, ha planteado en diversas oportunidades la necesidad de una renegociación del tratado de libre comercio firmado por el MERCOSUR y la UE. Si bien en el momento del anuncio de la firma del acuerdo, quedó claro que no existían condiciones políticas para un cierre efectivo, en estos tres años las objeciones fueron presentadas por el desacuerdo en el seno de la UE por razones centradas en las políticas de protección al sector agrícola o las mentadas preocupaciones por el impacto de la criminal política ambiental del gobierno de Jair Bolsonaro.
A pesar de las numerosas perspectivas críticas desarrolladas desde diversos sectores del movimiento social y la izquierda latinoamericana, la definición programática del PT en el marco de la campaña generó, por primera vez, las condiciones reales para una evaluación profunda de los impactos del tratado y no solo un maquillaje lavado de algunos de sus aspectos más delicados.
Lula plantea su postura hacia la renegociación bajo el argumento central de que el tratado, tal como fue firmado, no respeta las necesidades de desarrollo de Brasil. Algunos elementos presentan especial preocupación para el PT: las restricciones a la implementación de políticas para la reindustrialización, el impacto de la apertura en materia de compras públicas, la mayor regulación sobre los derechos de propiedad intelectual, el comercio de servicios, la negociación sobre la tecnología y los impactos del intercambio birregional en el ambiente.
El entusiasmo por el cierre del acuerdo que viene desde la UE colida con el planteo de renegociación que hace Lula. Si bien desde la UE la intención se ha centrado en la incorporación de algunos capítulos complementarios o protocolos que presuntamente pudieran subsanar las “debilidades” del acuerdo en materia ambiental, la nueva correlación de fuerzas establecidas en el MERCOSUR afirma la necesidad de realizar cambios profundos, incluso en elementos que son parte de la columna vertebral del acuerdo firmado, como el espacio para la política industrial en la región.
Desde la perspectiva regional, esto debería ser visto como una gran oportunidad para desarrollar una discusión verdaderamente amplia sobre algunos de los contenidos del acuerdo que pueden tener impactos más nocivos para nuestro desarrollo en clave de justicia social y ambiental. Además, nos ofrece la oportunidad de debatir sobre qué otros modelos de comercio son necesarios hoy para los pueblos y países de la región en el contexto actual.
El texto del tratado impone una liberalización amplia de aranceles al comercio que por parte del MERCOSUR se sitúa por encima del 90% de la canasta de bienes. Diversos análisis sobre los impactos en el comercio birregional dan cuenta del efecto que tendría en la profundización de la matriz de intercambio sustentada en la actual división internacional del trabajo. Según el estudio de impacto encargado por la Comisión Europea a la London Schools of Economics, los sectores económicos ganadores en el caso del MERCOSUR se concentrarían en la carne, soja y derivados, celulosa, algunos productos de la industria alimentaria como jugos, y otros alimentos procesados, mientras que los perdedores serían los sectores industriales de la producción automotriz, química y farmacéutica. A lo que debemos sumar las plantaciones de caña de azúcar y la industria asociada a la producción de etanol, donde se amplían considerablemente las cuotas para la exportación desde el MERCOSUR, mayoritariamente desde Brasil. Además de ya ser una producción fuertemente transnacionalizada e intensiva en uso de agroquímicos, mantiene las características de enorme concentración de tierra y malas condiciones de trabajo, herencia del período colonial, con graves impactos sobre los biomas de la Mata Atlántica, Cerrado y Pantanal y sus pueblos originarios. Del mismo modo y en diferente escala, para el caso de Uruguay se agregan posibles impactos negativos en la industria láctea, y en la producción de bebidas.
Este tratado ata de manos a los países del MERCOSUR en la posibilidad de desarrollo de políticas públicas para la transformación productiva. La UE negó expresamente la posibilidad de introducción de cláusulas de protección de sectores industriales en desarrollo o de previsiones para la transferencia de tecnología en las inversiones. Además, la vigencia del tratado significa la apertura de las compras estatales, de nivel nacional y subnacional, a las empresas europeas que podrían competir en igualdad de condiciones con las empresas mercosureñas. Y aunque algunos países, como el Uruguay, hayan protegido las compras públicas, las negociaciones de libre comercio evolucionan en un sentido de mayor liberalización por lo que es esperable que esta protección esté condicionada en el tiempo o se exija liberalizarla lisa y llanamente. Con esto, el MERCOSUR se priva de una importante política para la promoción industrial otorgando a las empresas altamente competitivas de la UE un mercado por demás atractivo.
La preocupación sobre el impacto en el ambiente no ha sido acompañada con propuestas efectivas para su tratamiento, sino todo lo contrario. El esquema de intercambio que fija este acuerdo impactará en la ampliación de la frontera agrícola y primario extractiva -incluido el sector energético minero- con impacto profundo y fuertemente documentado en materia de justicia ambiental a partir de la deforestación, el acaparamiento de tierras, las afectaciones en la biodiversidad, la calidad del agua y la contaminación de alimentos por parte de los agrotóxicos, la violencia y desplazamiento que se ejerce contra el derecho colectivo de las comunidades. Según el informe elaborado por Tom Kucharz para la bancada de Izquierda en el Parlamento Europeo, el comercio con la UE está directamente relacionado con la deforestación anual de unas 120.000 hectáreas en el MERCOSUR.
La pretensión europea de hacer creer que tiene la intención, la expertise y los instrumentos para obligar a los países del MERCOSUR a cumplir con sus cuotas de exportación sin causar deforestación o contribuir al cambio climático es, al menos, descontextualizada históricamente. Como apuntó el presidente de Argentina Alberto Fernández, durante una cumbre del bloque sudamericano, la UE usa la Amazonia como excusa al proteccionismo de su propia economía y, agregamos, de los intereses de sus empresas trasnacionales. A pesar de la insustentabilidad de las cadenas de producción de esas empresas y del patrón de consumo creciente de recursos externos en una sociedad desarrollada, insiste que la solución para el acuerdo sería un misterioso anexo ambiental redactado por la Comisión Europea, a ser aplicado unilateralmente al MERCOSUR.
Vencido el malestar de haber firmado un acuerdo en 2019 con el presidente fascista y anti ambiental Jair Bolsonaro, la UE pone en manos de Lula la expectativa de resolver los problemas que supuestamente afligen al bloque europeo, sin medir consecuencias sobre las abismales asimetrías -desde las originadas en la explotación colonial hasta en el más reciente y no menos brutal desmonte en materias de derechos humanos y de protección ambiental y de las propias instituciones democráticas en Brasil desde el golpe de 2016 contra la presidenta Dilma Roussef-.
Serán necesarios mucho más que 6 meses o un año para la construcción de las políticas ambientales y de participación social en Brasil. El gobierno de Lula ya comenzó en sus primeros tres días con derogaciones de decretos anunciados por el equipo de transición durante el mes de noviembre 2022. Entre los más de 200 decretos presidenciales anunciados para ser derogados se encuentran aquellos que tornan la fiscalización, el control y la protección de los biomas brasileños y sus pueblos una promesa imposible de cumplir, tales como la militarización, la presencia del garimpo y del tráfico, el armamento de milicias en grandes propiedades de tierras, el vaciamiento total de presupuesto/recursos y de la participación social en instancias como el Consejo Nacional del Medio Ambiente (Conama).
Las fórmulas normativas presentadas en el proceso de negociación son falsas soluciones, en primer lugar, porque no resuelven, sino que profundizan el problema estructural mencionado.
Una solución real sería la limitación a la exportación de agrotóxicos, producidos por las principales industrias químicas europeas (BASF y Bayer – Monsanto), prohibidos para su comercialización en Europa, pero exportados para su implementación en la producción agrícola mercosureña que se exporta a la UE.
La incorporación de capítulos sobre objetivos de “desarrollo sostenible”, o la implementación de políticas más cercanas a intereses de proteccionismo comercial que a una vocación de justicia ambiental profunda, no son soluciones reales ni respetables. Aparentemente, la UE estaría trabajando en un “documento adicional” al tratado, aplicable a ambas partes, que detallaría un poco más los compromisos relacionados a la “sostenibilidad del medio ambiente y lucha contra el cambio climático”. Sea cual sea el contenido de este documento, es difícil pensar en una solución profunda sin un marco de renegociación completo del tratado.
El tratado también avanza en obligaciones relativas a la protección privada de la propiedad intelectual. Esto se expresa con claridad en la protección de los derechos de autor, en la que se amplía el ya garantista plazo de protección previsto por las obligaciones derivadas de la OMC. Además, es posible prever el avance de las posibilidades de patentamiento de semillas y variedades vegetales, a partir de la referencia a las dos versiones del convenio internacional relativo a la Protección de Obtenciones Vegetales, UPOV 1978 y 1991. La versión de 1991 es más exigente que la vigente para los países de MERCOSUR.
En el capítulo sobre el comercio de servicios el tratado posibilita la incorporación al mercado birregional de los servicios públicos, porque la exclusión se limita a aquellos que son prestados en ejercicio de las facultades gubernamentales y en condiciones de no competencia con prestadores privados. Este es otro aspecto que deberá reconsiderarse en una eventual renegociación del acuerdo, teniendo en cuenta la valorización social de los servicios públicos de educación y salud durante la pandemia (como el Sistema Único de Salud de Brasil), así como de agua y saneamiento. Estas materias, consideradas mercancías en la negociación, entran en contradicción con lo afirmado por Lula sobre el fin de las privatizaciones de servicios en el país a partir del 1° de enero de 2023. Al mismo tiempo, en el proceso de actualización de los respectivos tratados de la UE con México y Chile se ha visto con claridad la vocación por incorporar los estándares más avanzados de las negociaciones de servicios.
Finalmente, se ha conocido la intención de algunas autoridades europeas de separar la negociación y firma del acuerdo comercial de los relativos al diálogo político y la cooperación, con el fin de ahorrarse la necesidad de ratificación por parte de los Parlamentos nacionales de todos los Estados miembros de la UE y del MERCOSUR. Con esta maniobra, cae definitivamente la máscara de la política exterior de la UE, y queda claro que la suya es una política librecambista neoliberal muy alejada de las pretendidas preocupaciones sobre transparencia, democracia, derechos humanos y sobre la cooperación para el desarrollo birregional conjunto y de los procesos pioneros de integración regional.
Los desafíos que enfrentamos en la región son enormes y todos se resumen en el análisis de las múltiples crisis cuya base es la injusticia y las opresiones. Es en una coyuntura como la actual donde debemos apostar a políticas de renovado contenido, escalando en un sentido democratizador y profundamente participativo.
Esta apuesta también debe estar presente en pensar la inserción internacional y las formas en que los países de la región -que sigue siendo la más desigual del mundo-, se integrarán y construirán espacio común desde la política. Para eso, es imprescindible entender que las agendas de libre comercio son contraproducentes para los proyectos políticos de transformación social, que las justicias deben estar en el centro de esos proyectos y que la defensa de la democracia debe ser un eje transversal común de todas las políticas.
En un contexto donde la experiencia actual sigue siendo de negación de la construcción democrática y de desmantelamiento de los derechos de los pueblos con un uso extremo de la violencia, se hace necesario defender el valor de la política y disputar las políticas públicas con principios y lineamientos construidos desde las organizaciones y movimientos populares. La política de inserción internacional también debe responder a principios democráticos, debe estar alineada a un proyecto transformador inclusivo, basado en las justicias. Una política de inserción internacional que responda a las necesidades de los pueblos y que se oriente a la sustentabilidad de la vida y no a la reproducción del lucro.
*Lucia Ortiz (Amigos da Terra Brasil); Viviana Barreto (REDES – Amigos de la Tierra Uruguay); Natalia Carrau (REDES – Amigos de la Tierra Uruguay)
Foto principal: Agencia NA / Telam