Por Inés Hayes | En la mañana del sábado 26 de enero, el cuerpo de Felipe Gómez-Alonzo, de 8 años, regresó a su pueblo natal, Yalambojoch, en las montañas del norte de Guatemala, en la frontera con México. Hacía un mes que su familia esperaba su repatriación, luego de haber muerto en Nuevo México, bajo custodia de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. La historia de Felipe no es un caso aislado, son miles los niños y las niñas que intentan a diario ingresar a Estados Unidos para tener “un futuro mejor, poder ir a la escuela y ayudar a sus familias”.
Según datos de la ACNUR (Agencia de la ONU para los Refugiados), durante 2018 más de 70 mil niños, niñas y adolescentes dejaron sus países de origen para ingresar a Estados Unidos en busca de sus padres o de una vida mejor. Muchos de ellos fueron encerrados en centros de detención hasta ser deportados a sus países de origen.
“Querían que entrara a las maras y como les dije que no, me dijeron que en un mes me iba a pasar algo. Un amigo mío se negó y le dieron con un garrote en la cabeza. Yo vi cuando lo mataron, por eso me fui”, contó Rafael, un niño hondureño de 14 años que recorrió más de cuatro mil kilómetros desde San Pedro Sula hasta Texas para salvar su vida. Pero cuando finalmente llegó a Estados Unidos, luego de un camino que no excluyó ríos, selvas y ciudades, fue apresado y hoy pasa sus días en un centro de detención.
La mayoría de los niños, niñas y adolescentes que como Rafael huyen de sus países para proteger sus vidas provienen de El Salvador, Guatemala, México y Honduras. En la actualidad hay tres centros de detención en los que los niños permanecen mientras avanzan judicialmente los procesos de deportación: Karnes City, ubicado en el Estado de Texas, Artesia, en Nuevo México y Leesport, en Pensilvania.
A pesar de que los niños y niñas viven hacinados, en condiciones infrahumanas la mayoría de ellos, consultados por la relatora de los derechos de los niños de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos afirmaron que volverían a recorrer el mismo camino porque vivir en sus países era mucho más peligroso. En Honduras, según el Observatorio de la Violencia de la Universidad Autónoma de Honduras, en 2018, 657 niños y niñas fueron asesinados: 55 al mes, dos por día.
Vivir en el limbo
Los días en los centros de detención comienzan a las 5 de la mañana cuando niños y niñas de entre 8 a 15 años realizan las tareas de limpieza. Luego, para poder comer un pedazo de pan deben hacer largas colas y cuando llega la noche caen rendidos en el piso, donde, amontonados, duermen tapados con papel.
Según el último reporte de la Patrulla Fronteriza, durante los últimos meses el número de niños migrantes detenidos aumentó un 88% comparado con el año anterior. El Sistema de Información Estadística sobre las Migraciones en Mesoamérica y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), reportaron que la población latinoamericana representa alrededor del 52% de la población extranjera en Estados Unidos: más de 30 millones de personas son de origen mexicano (57%) y centroamericano (13%).
La principal razón por la que los niños y niñas deciden emprender solos el viaje a Estados Unidos es poder reunirse con sus padres o familiares, pero también lo hacen con la expectativa de mejorar su nivel de vida a través de un trabajo o por la necesidad de escapar de la violencia familiar o de la explotación sexual.
Según informes de Unicef, en los últimos años los controles migratorios en la frontera de los Estados Unidos se han recrudecido: “El desvío de flujos migratorios a zonas más inseguras para evadir dichos controles y la contratación más frecuente de traficantes de personas pone en peligro la vida de los migrantes indocumentados, especialmente la de los niños y las niñas”.
Durante la odisea, los menores pueden sufrir graves violaciones a su integridad física y a sus derechos humanos, desde accidentes (asfixia, deshidratación, heridas) hasta ser atrapados en redes del crimen organizado, ser sometidos a explotación sexual o laboral, sufrir maltrato institucional en el momento de la repatriación o perder la vida en el intento de llegar a Estados Unidos.
De acuerdo a Unicef “estos niños se encuentran en un estado permanente de violación de derechos ya que, además de los riesgos que enfrentan, interrumpen sus estudios regulares, lo que frena sus posibilidades de desarrollo y, por supuesto, no gozan de derechos básicos como el de alimentación, salud, a vivir en familia, entre otros”.
La Bestia: el tren de la muerte
Son miles los y las migrantes que cruzan a diario desde el sur de México hasta Texas, subidos en el techo de los vagones de “La Bestia”, también conocido como “el tren de la muerte” o el “devoramigrantes”. El peligro comienza desde antes del viaje: para subirse al tren hay que hacerlo en marcha por lo que muchos de los migrantes han muerto en el intento o han sido amputados.
“El caballo de Troya”, como también se lo conoce, pertenece al consorcio estadounidense de ferrocarriles Genesee y Wyoming Inc. que opera a través de su filial, Compañía de Ferrocarriles Chiapas-Mayab, con base en la ciudad de Mérida (Yucatán). Esta empresa es una de las nueve que manejan la red mexicana de trenes a través de la cual se mueve el 15% de la carga nacional.
Entre sus principales clientes se encuentran Pemex y Cemex. Transporta materias primas como aceites, grasas vegetales, arena, ácidos, carbón, celulosa, cemento, cuarzo, madera, fertilizantes, materiales de ensamble de vehículos y vehículos ensamblados. Las mercancías llegan a salvo a destino, los migrantes no: en el camino pueden caerse del tren, ser arrasados por una rama o asesinados por integrantes de algún cartel del narcotráfico.
Acorde con información suministrada por el Instituto Nacional de Migración mexicano (INM) cada año son repatriados aproximadamente 250 mil centroamericanos y suman 1.300 entre los muertos y mutilados en el intento por alcanzar la frontera con Estados Unidos. Las cifras hablan por sí solas: según un informe de las Naciones Unidas, el tráfico de personas genera unos siete mil millones de dólares al año.
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El 80% de las niñas, niños y adolescentes trabajadores que viven en condiciones de pobreza y pobreza extrema se concentran en Guatemala, El Salvador y Honduras. En estos países las inversiones públicas para garantizar el bienestar de la niñez y adolescencia han sido, en promedio, de entre 0,60 (Guatemala) y 1,20 (El Salvador) dólares diarios. Estas inversiones limitan las posibilidades de universalizar la cobertura educativa y protección social mínima que garantice la salud, nutrición y asistencia social de las niñas, niños y adolescentes, principalmente de quienes habitan en espacios rurales, mujeres y hogares indígenas históricamente rezagados en el acceso a los bienes públicos.
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