La placita Rodolfo Walsh, en la esquina de Perú y Chile, hace días que está desierta. Bueno, placita es mucho decir. En realidad, jardín estrecho con un par de bancos de cemento, un paraíso, y el kiosco de diarios de Polo, cerrado desde que Polo murió. Hace años ya. Antes de la peste ese jardín se llenaba de tipas y tipos que cada día, a las siete de la tarde en punto, esperaban con ansia la aparición del mozo de la Gran Parrilla del Plata. Salía de una puerta lateral de la parrilla, siempre a tiempo, a la hora prevista, haciendo equilibrio con dos bandejas enormes, con su delantal color bordó. Cruzaba la calle de adoquines con una sonrisa. Las tipas y tipos empezaban a rodearlo y el mozo se ponía a repartir las bandejitas de plástico con fideos hechos para ellos y los restos de la comida que habían dejado los clientes pulcros y selectos en el almuerzo. Se sentaban en los bancos, apenas iluminados por un viejo farol de calle, y con una cuchara de plástico que les dejaba el mozo del delantal color bordó comían la comida de las bandejitas y compartían unos cartones de vinos y hablaban y reían. A veces se ponían a cantar. Canciones como las que ahora se pone a cantar el gordo de la casa ocupada de la calle México cuando después de arrastrar los pies, las piernas, llega desde su casa a la placita jardín. Buen vozarrón, muy entonado. Sus piernas son un amasijo de vendas llenas de roña. Hoy se puso a cantar: “Antes nunca estuve así de enamorado, no sentí jamás esta sensación. La gente en las calles parece más buena, todo es diferente, gracias al amor…” Después giró sobre sus patas casi muertas y empezó a arrastrarse hacia la casa tomada de la calle México.