Nunca te lo conté y se me antoja que ahora vale la pena contártelo. Pocos meses después de tu separación y de habernos mudado a ese departamento viejo de la calle Paraguay, tuve, me parece ahora, un encontronazo con el destino. Tenía doce, trece años. Una noche me mandaste a comprar un vino Crespi blanco al almacén y un paquete de Le Mans al quiosco de la esquina. El quiosquero charlaba con un cura. Pedí los cigarrillos, un Cabsha, pagué, y cuando estaba alejándome el cura me puso la mano en el hombro y me dijo que yo era muy chico para andar fumando. Primero me rompió las bolas el comentario del cura. Le dije que los cigarrillos y el vino eran para vos. El cura no me creyó. Se me puso a hablar sobre la perdición de los adolescentes, sobre la importancia de mantenerse al margen de los vicios terrenales. Sos muy joven, me dijo, en los jóvenes como vos está la salvación de este mundo sin valores humanos ni justicia. Hablemos mañana, me dijo, podemos encontrarnos en mi oficina del episcopado, queda frente a tu casa. Me acarició el pelo y me dio una tarjeta. No recuerdo su nombre. Cuando llegué a casa te conté lo del cura y te pusiste reír, a temblar de la risa, risa de panza, a toser tabaco, y el vaso Durax lleno de vino blanco que tenías en la mano se convirtió en fuente de plaza. El hall y el pasillo y la Divina Comedia y Monteiro Lobato y Stevenson y Mika Waltari quedaron repletos de hilos y gotas de vino.
“¡Ay, mi ángel! ¡Lo único que nos faltaría a los Echagüe para ser completos sería tener un cura tan lindo como vos en la familia!”.
Lo que nunca te conté es que al día siguiente crucé la calle de manera mecánica y toqué el timbre del portón del Episcopado. Me abrió la puerta un tipo metido en un hábito de color marrón, un tipo pelado y de ojeras intensas. Le di la tarjeta. Si no es molestia, dije, me gustaría hablar con él. Se apoyó con el antebrazo en el marco del portón, con la tarjeta entre las manos, y se puso a llorar. El cura había muerto. Un accidente. Un auto lo había atropellado la noche anterior cuando regresaba del quiosco de la esquina. Lo estamos velando en el patio, podés entrar a despedirlo, a darle tu adiós, eso le reconfortaría mucho el alma.