Por Carlos Fanjul | EL PELO DEL HUEVO
“Supongamos que están en una fiesta de gala los diez futbolistas más importantes de la historia del fútbol. Todos divirtiéndose, vestidos de frac y zapatos de diez mil dólares. Todos ya consagrados y con varios millones en sus cuentas bancarias. En medio de la fiesta, a cada uno de ellos se les tira una número 5 toda embarrada ¿Quién crees que será el único que la parará de pecho y empezará a hacer jueguitos en la pista de baile, con su frac y zapatos de diez mil dólares?”
Este genial ejercicio de imaginación de un querido amigo, Guillermo González, artista de la fotografía, por ahí define sin demasiadas palabras quien fue -es- el Diego que nació en el barro de Villa Fiorito y viajó hasta lo más alto siempre sabiendo quien era y de donde venia. Si, si, incluso en sus muchos años de habitar esos cielos que marean y destruyen.
Este fin de semana, el del primer cumpleaños sin él, su camiseta voló por los aires en cada partido y los aplausos llorados interrumpieron cada cotejo en el minuto 10.
Todos homenajearon a un tipo que, como prueba irrefutable de su conciencia de clase, vivió homenajeando al otro. Generoso y mano abierta como pocos, el Diego nunca dudó ni un segundo en tomar riesgos si hiciese falta para ponerse al hombro algo que socorriera al caído. Un partido benéfico, una campaña de lo que sea que necesitara trascender, la pelea con un poderoso en defensa de un vulnerado. No importan sus contradicciones, siempre sacó la cara cuando percibió que alguien necesitaba socorro.
Ahí siempre apostó a su presencia en el momento justo, como aquel del Moncho Monzón que confesó haber orillado el suicidio hasta que una oportuna mateada fabricada por su capitán lo llevó a poner su cabeza en otros rumbos. Nunca el Diego le volvió a preguntar nada, nunca el Moncho volvió sobre el tema. Los dos sabían que habían atravesado juntos por un momento límite.
Esta idea del otro en el centro de la escena fue tal vez la manera que Maradona tuvo, primero para no olvidar sus orígenes, pero sobre todo para volver a ellos a cada instante que sintiera el llamado de la mano extendida.
El otro arriba para no sentirse tan alto, tan inalcanzable, tan lejos de lo que no quería alejarse.
Por eso estuvo bien que en estas horas cada camiseta yendo hacia arriba acortara la distancia con el barrio que habita ahora.
El Búfalo. El propio Maradona recordaba alguna vez el impacto que le causó en 1992 la enfermedad cardiaca y posterior fallecimiento del Búfalo, Juan Gilberto Funes, a quien había conocido en la selección que se preparaba para el Mundial del 90. “Con Claudia seguíamos el tema muy de cerca, queríamos estar junto a Ivanna, su esposa, para que contara con nosotros, y en el entierro en San Luís decidimos con el Cabezón Ruggeri armar un partido para juntar plata para ella y Juancito, su hijo”.
Luego, a pocas horas de que se cumpliera con esa idea, la FIFA comunicó que Diego no podía jugar ese partido, por encontrarse inhabilitado por el doping detectado en su tiempo napolitano. “Los muy botones avisaron además que si yo jugaba cualquier otro jugador que participara sería severamente sancionado. Inmediatamente di un paso al costado. Pero los muchachos se enteraron de la cosa y se me vinieron encima para que juegue. Además me hicieron ver que con ese kilombo en el medio la recaudación iba a ser aún mayor, y que hasta se había conseguido la televisación. Fue un golazo y no paso nada, porque hicimos algunas cosas fuera de la regla para que el partido no pudiera ser oficial –laterales hechos con los pies y equipos con 12 jugadores-, juntamos más de 100 mil dólares para la crianza de Juancito. Pero mi premio mayor fue el apoyo de mis compañeros, que se jugaron las pelotas para oponerse a la maldad de Havelange. Porque todo aquello había sido una maldad, una cosa malvada de un tipo jodido que quiso hacer daño”.
Pablo, el hermano del Búfalo, aún hoy recuerda conmovido el gesto de Diego y sus compañeros: “Nos ayudaron con el vuelo, la operación –en el velorio Diego se enteró que había una deuda y ahí nomás la saldó- y otras muchas cosas, la FIFA lo tomó para otro lado, una locura. Parecía que no se podía hacer, pero Diego y Ruggeri dijeron ‘vamos a hacer igual el partido para Juan’, y los jugadores fueron todos. Era increíble la cantidad de jugadores que viajaron para estar, gente de todos los clubes, muchachos que fueron aunque no estaban convocados. Era todavía muy fresco lo de Juan, fuimos todos, mis viejos, mi cuñada con Juancito chico, fue algo emocionante hecho por un grupo de buenos tipos”.
El árbitro fue Ricardo Calabria, y los futbolistas se dividieron entre Blancos y Azules. Estuvieron entre otros Nery Pumpido, Carlos Fernando Navarro Montoya, José Luis Chilavert, Néstor Fabbri, Oscar Garré, el Pepe Basualdo, Blas Giunta, Claudio García, el Beto Acosta, Roberto Cabañas, Pipo Gorosito, Oscar Ruggeri, Alejandro Mancuso, el Beto Márcico, Diego Latorre, Ricardo Gareca, Ricardo Giusti, el hermano de Funes y, por supuesto, Maradona.
No quedan dudas de que Diego se puso muchas más casacas, que las que oficialmente usó, cada vez que apareció la posibilidad de darle una mano a alguien. Sentía empatía con la gente que trataba y allí estaba él donde se lo convocara, para, además, jugar ese picado a muerte, como si se tratara de una verdadera final. Nada de dibujarla para zafar. La causa obligaba a jugar de verdad.
Alguna vez, en Posadas, clavó un gol de media cancha que todavía están gritando, en un partido a beneficio del Hospital de Niños que estaban refaccionando. Otra vez, en Totoras, Santa Fé, se hizo 400 kilómetros manejando para no fallarle a un muchacho que se recuperaba de un accidente. Se lo había pedido Juan Amador Sánchez, hoy manager de Platense, y el Diez ofreció todo, dos goles, varias asistencias y el acompañamiento –que siguió después- al joven accidentado.
Bien de barro. Entre las muchas veces que actuó por el otro sin importarle represalia alguna sobresale aquella ocurrida en el invierno de 1985, en Acerra, una pequeña localidad ubicada a 20 kilómetros de Nápoles. Esa tarde del 25 de enero, Maradona arriesgó sus piernas y se embarró hasta el alma para cumplir con el pedido de un amigo y pese a la dura oposición del presidente del Napoli, Corrado Ferlaino, que meses antes había pagado 8 millones de dólares para comprarlo al Barcelona. Todo para salvar la vida de un niño que necesitaba una operación urgente, que solo podía hacerse en Francia.
«No me extraña la actitud generosa de Diego en Acerra. Fue un encuentro entre pobres, entre despreciados, entre gente de piel morena«, relató la periodista argentina Alicia Dujovne, quien escribió el libro «Maradona soy yo» en 1993.
«Él se identificó de inmediato con eso. Se sintió que era uno de ellos. El partido de Acerra muestra como ninguna otra cosa la persona Diego Maradona«.
La historia indica que Pietro Puzone, un mediocampista del Napoli, conoció el caso de un hombre que vivía en Acerra de donde era oriundo, y cuyo hijo estaba gravemente enfermo.
Ese lunes 25 de enero, después de haber vencido a la Lazio el día anterior, el equipo titular con Maradona al frente y desobedeciendo el mandato de las directivas, se hizo presente en el pequeño estadio Nuevo Comunale de Acerra.
Cuenta un diario de época: “El invierno había sido implacable y la cancha era un lodazal imposible de transitar para jugadores profesionales”.
«Maradona le dijo a Puzone ‘Que se jodan los Lloyds de Londres (la empresa aseguradora que había contratado el propio Diego para calmar la oposición de Ferlaíno); este juego debe jugarse para ese niño’, relata Dujovne.
Las tribunas estaban repletas y hasta había gente que veía el partido al borde del campo de juego y en uno de los goles de Maradona invadieron la cancha para festejarlo juntos con los jugadores.
“Estaba ahí. Lo vimos correr sucio y crear juego sin ahorrar nada de sí mismo”, relató un napolitano ubicado detrás del arco.
Al final el Napoli ganó 4-0, pero el dinero recaudado en las tribunas no alcanzó para la operación.
No hace falta agregar ahora que fue Maradona quien aportó el resto. Todos los lectores ya lo imaginaban.
Para Dujovne «fue un momento feliz para el Pelusa, volvió a sus orígenes, totalmente cubierto de barro, se le notaba la felicidad», reseña.
La filmación casera no tiene desperdicio, además por ser el único registro ante la ausencia de los grandes medios. “Un campo de juego cubierto de barro –describe aquel relato de época-, el viento que soplaba con intensidad y el frío que se evidenciaba en los rostros de los arropados espectadores que cubrieron la única tribuna”.
“El Dios de barro, sucio y calentón, siempre fue tan parecido a ellos como ellos lo eran de sus viejos amigos de Fiorito”, remata la crónica.
Lugar a donde siempre estaba volviendo, dice uno ahora, más allá de brillos o alturas. Hacia donde en el fondo estaba dirigida cada una de sus actitudes de mano abierta para con el otro.
Por todo eso, reiteramos, es que estuvo más que bien este homenaje en las canchas que se le hizo en estas horas.
Por ahí, esta fue la primera vez en que el otro fue el propio Diego…