Ya no hay día en el que no recordemos a algún amigo o compañero de la militancia que fue secuestrado, torturado y asesinado. Secuencia imposible de imaginarse de tan horrorosa que resulta sólo suponerla. Ese encadenamiento de oscuro rencor, ferocidad y degradación, que, quizá por una razón de amabilidad, hemos resuelto llamar desaparecido. Ya no hay día en el que no recordemos. A solas y en el momento más inesperado. Son como relumbrones de una vida que sonaba más natural, más seductora. Más probable.
Me dice Silenzi que ponerse a hablar de amigos y compañeros desaparecidos es un ejercicio desgarrador que no conduce a nada, salvo, desde luego, a una sensación de orfandad. Y además de culpa por no haber continuado a su lado. Todo lo contrario. Haber huido por miedo y cobardía. Al exterior. Al interior. Haberse rajado. En todo aspecto. Y luego, día tras día, casi sin pausa, haberse resquebrajado. Un cuerpo repleto de grietas repletas de apodos.