Por Pablo Bassi | Todavía faltan cuatro horas para el arranque. Sobre la calle lateral a la que supo ser la cárcel de Caseros, donde nunca da el sol, bajan de uno de esos colectivos escolares naranja pibes y pibas. Algunos con mochilas, otras con flequillo y polainas y está quien cubre sus espaldas con una bandera de La Renga, como a punto de abrir el cofre de la felicidad.
Enfrente, en el parque Ameghino, irrumpen círculos y semicírculos humanos que toman cerveza del pico. Ranchean mientras observan el oficio de los trapitos puestos ahí por la barra de Huracán. “Estamos cobrando cien pesos, pá”, informan a los automovilistas sin discriminar el modelo de vehículo.
Una hora y media después, la avenida Colonia ya está cortada nueve cuadras antes de su desembocadura en el estadio Tomás Duco: no son necesarios más que tres agentes de tránsito; el resto lo hace la marea de vendedores de tres cervezas a cien pesos en heladeras térmicas, tachos plásticos y changuitos de tela para supermercado que se mezclan con los carritos que ofrecen hamburguesas a cien pesos, chori y lomito. Están los que ofrecen empanadas, pan relleno, sánguches de milanesa, remeras de La Renga, gorros con visera de La Renga, gorros pescadores con la cara del Che y una estrella. Todo parece una gran feria. Incluso los vecinos de Parque Patricios y de un local partidario revisten de comercio su fachada.
A medida que nos acercamos a las puertas de acceso, empieza a verse cada vez más policía. Al menos cinco personas a distancia nos controlan la entrada. El penúltimo nos cachea. La paranoia del Gobierno de la Ciudad por los desmanes a días de las PASO es evidente. Finalmente ingresamos. Un cielo cubierto sólo deja ver la luna creciente.
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La última vez que La Renga tocó en Buenos Aires fue en noviembre de 2007. Semanas antes Macri había ganado por primera vez la jefatura de gobierno, pero aún no había asumido. Cuando lo hizo jamás habilitó un concierto de la banda. Tampoco Rodríguez Larreta. Aquella vez, el grupo de Mataderos alcanzó su máxima convocatoria de cien mil personas.
José Palazzo, productor de La Renga y creador del Cosquín Rock, adjudicó la negativa a la discriminación, la censura e incluso a la ignorancia. María Eugenia Vidal tampoco los dejó tocar en el estadio único de La Plata. Y para no caer en el binarismo de la grieta, hay que decir que el gobernador de San Juan Sergio Uñac también se negó.
Fueron semanas de idas y venidas: Larreta dijo que no, La Renga presentó un recurso administrativo; Larreta pidió la clausura de Huracán, Defensa Civil informó que estaba en condiciones; Larreta quiso suspender el recital que coincidía con un partido en la Bombonera, La Renga logró postergar el horario. Ahora desde el campo, los pibes se la cobran: durante todo el show, entre decenas de banderas sin bengalas, flamean la leyenda “Macri Gato”.
Desde la cima de la popular vemos cómo de a poco ingresan las 40 mil almas que, apenas pisan la cobertura blanca sobre el césped, se abrazan felices, incrédulos todavía. En su mayoría son sub 40 y hacen selfies mientras en las tribunas las luces de los teléfonos se asoman y desvanecen como estrellas fugaces.
Se escucha más fuerte el famoso “vamos La Renga con huevo vaya al frente”, la canción insignia que recuerda al Che y a Walter Bulacio. Una marca identitaria de los banquetes, como la banda y su público “los mismos de siempre” bautizan a ese encuentro que los ricoteros llaman misa.
No hacen el pogo más grande del mundo, quizás porque se atomiza en varios focos a lo largo de la cancha. A nuestro lado, cinco amigos de Azul saltan para que no se los confunda con algún inglés. Un escalón arriba, una nena de no más de seis aplaude con su papá. Conmigo entonan tres adolescentes de 16, 14 y 12. Se huele el dulce de la ansiedad. Hasta que se encienden las luces en escena y una serpiente inflable se sacude espasmódica detrás de la batería.
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“Buenas noches, qué ganas teníamos de tocar de nuevo acá”, saluda Chizzo Nápoli, voz y guitarra del trío que completan en el bajo Tete Iglesias y su hermano Tanque en la percusión. Bastan sólo dos pantallas y una torre de sonido a cada lado del escenario para garantizar el sincretismo de un sonido que será arrollador, con imágenes en vivo o alusivas a la canción en curso.
Un dron sobrevuela las cabezas del campo y una cámara aérea hace travelling sin parar de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Los pibes se buscan en las pantallas, mientras Chizzo y Tete distorsionan las cuerdas, y Tanque sacude el doble bombo. Manu Varela en el saxo y otros dos vientos tendrán la responsabilidad de condimentar algunas melodías.
La energía contenida explota con “Cuándo vendrán”, la primera estación de un rosario de clásicos que agotó la discograía: “Tripa y corazón”, “Panic Show”, “Veneno”, “Despedazado por mil partes”, “El viento que todo empuja” y la ya tradicional canción de cierre “Hablando de la libertad”.
Fueron dos horas y media de un recital que incluyó un bis precedido por veinte minutos de espera. De rock and roll bendecido con la presencia en el escenario de Nacho Smilari, el violero de Vox Dei, entre otras bandas. Un viaje emotivo conducido por quienes no quisieron escapar de esa fugacidad impuesta por una burocracia intencionada.
*Fotos: Leo Italiano