Por Federico Chechele | Es verdad que todos nos empezamos a sentir un poco más cómodos con la canción “Muchachos…”, que más allá de cumplir con la misión de alentar a la Selección vino a cerrar la grieta entre Maradona y Messi, que después el propio rosarino se encargó de sellar. Pero el recorrido fue largo, larguísimo.
Los maradonianos entendemos el fútbol con belleza y chimichurri. Para nosotros Maradona fue mejor afuera que dentro de la cancha. Sus posicionamientos contra el poder local e internacional nos ensanchaban el alma. También acudimos a sus polémicas decisiones, sus contradicciones y ciertos manejos. Pero siempre entendiendo que todo lo que hacía estaba bien y lo que no, tenía una justificación coherente. Así luchamos hasta que dejó de jugar, hasta que fue entrenador y hasta que se fue. Devolvimos la felicidad que nos dio con una protección colosal.
En el medio de toda esa locura que fue el “Mundo Maradona” estaba Messi haciendo goles, decenas de goles, cientos de goles. Cada año que pasaba seguía batiendo récords. Ganaba torneos, ganaba la Champions y acumulaba balones de oro. No podíamos dejar de ver esa imagen como una provocación.
Mientras el mundo futbolero giraba alrededor de Messi y se animaba a asegurar que era el “Mejor Jugador de la Historia”, nosotros seguíamos ahí, disfrutándolo a medias, sabiendo que para ser lo que todos querían que sea le faltaba algo: sí, la Copa del Mundo. Pero, además, ser un poco más como Maradona… y también lo hizo.
Tuvimos un avance con lo que fue el comienzo de la era Scaloni, el técnico que supo ubicar a Messi en el lugar donde hasta el momento nadie lo había colocado: es decir, ser el objetivo de sus propios compañeros. Cuando vimos eso, nos empezamos a preocupar. Festejábamos, pero siempre mirando de reojo.
Aquella Copa América y la clasificación al Mundial tuvieron a un Messi rodeado de abrazos, llantos, sangre y promesas. Era el lugar que cualquier ser humano debía tener para conquistar el mundo. No estaba solo y lo comulgaban a cielo abierto. Y a Messi no le quedó otra posibilidad que ser como Maradona. Se ajustó la cinta de capitán y empezó a pelearse con los rivales, chocó frente contra frente, se tiró al piso para quitar pelotas claves, protestó a los árbitros y les dijo que eran horribles cuando terminó el partido. Pero por sobre todas las cosas, a ese escudo humano que son sus compañeros, los arengó para ir a la guerra.
Y fue en ese preciso momento que nos encontró a todos.
Y nos juntamos en familia, con amigos, con compañeros de oficina, nos tiramos en el sillón de casa, tomamos mate y cerveza, hicimos mil cábalas y nos entregamos a él. Y Messi logró la Copa del Mundo. Sí, Argentina es tricampeona. Pero además Messi, sin quererlo, nos conquistó. Había todo un submundo argentino que quería ser eterno, inmaculado, con principios y verdades irrebatibles. Y nos hizo llorar. Nos dijo que no todo es tan estricto y que queríamos lo mismo. Y que todo esto es infinito y nuestro.
Y por si faltaba algo para esta comunión, ese gesto de segundos antes del penal que nos consagraría: un Messi de cara al cielo, y en sus labios el rezo (¿o acaso invocación?): “Vamos Diego, desde el cielo”.
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