Redacción Canal Abierto | La periodista y docente Analía Cobas presenta su primer libro, La Protagonista, en el que aborda historias con tópicos como el desamor, la imaginación, el deseo, la violencia, la belleza, los vínculos, la tecnología, la maternidad “y todo lo que se esconde bajo la alfombra o lo que subyace en nuestro inconsciente”, tal como advierte la contratapa de la publicación editada por Sudestada.
Se trata de un conjunto de relatos en tono íntimo. “Una puerta abierta por algunos fragmentos de su vida, real o imaginaria”. Cuentos que comienzan y terminan pero con un hilo conductor que atraviesa todo el libro: la pulsión de vida.
“¿Qué es lo que harías si tu vida cambia en un segundo? Refugiarme en mis tesoros, el arte, el buceo, el amor sincero de mis amigas y de mi familia. Escribir y cantar para ahuyentar los fantasmas, bailar e intentar ser un puente para otras personas. A pesar de que el caos quiera arrasar con todo, habilitar la expresión del deseo, que el goce sea nuestro horizonte. Este libro es una semilla que se nutre de preguntas”, responde la autora, reconocida en el mundo cultural por su amplio trabajo como jefa de prensa de distintas producciones, artistas y espectáculos.
Además de su tarea como comunicadora, Cobas es dramaturga y directora de teatro. Es titular de su propia cátedra en la carrera de Comunicación de la Universidad de Buenos Aires y Colabora en diferentes medios con una mirada orientada desde la perspectiva de género y los derechos humanos.
Cobró gran notoriedad en 2020 a partir de una nota suya publicada en el diario Clarín titulada Me sentí devastada al saber que mi marido tenía otra mujer. Pero ahora estoy feliz de ser la dueña de mi vida, en la que describía con gran detalle y pericia narrativa una parte importante de su historia personal con la que buscó, según contó en diferentes entrevistas, contagiar a otros y otras la fortaleza para reponerse a las adversidades.
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Como adelanto, con permiso de la autora, Canal Abierto publica el texto “Mi perra”.
Mi dulce y fiel perra. La encontré herida y asustada; sucia, hambrienta y desesperada. Quise quererla, pero a la vez rechazarla, no involucrarme en su penosa vida de desarraigo. Estaba aturdida. Terminé dándole la mano sabiendo que me arrepentiría más tarde.
La llevé a mi casa. Estaba desnutrida así que la alimenté y le di esperanzas de que iba a sanar. Le regalaba alguna que otra caricia que con entusiasmo me agradecía a pesar de sentirse mal. No quise ponerle nombre porque pensé que la neumonía la mataría en una semana. No quería encariñarme con ella, solo le decía perra y punto.
¿Respiraba? casi no hacía ruido. Como si toda su energía vital estuviera enfocada en recuperarse. A veces creía que no hacía ruido porque no quería molestarme, para que no la corra a la calle. Su mirada era profunda y cristalina, pero llena de terror. Evidentemente la habían golpeado mucho. Hice lo que estaba a mi alcance para ayudarla.
La doctora dijo que si se salvaba era por efecto de un milagro, yo nunca creí en nada, pero la perra fue mejorando. El día que la traje, la ayudé a limpiarse. Todo el baño se cubrió de barro. ¿Dónde había guardado tanta suciedad? Tenía un cuerpo hermoso, parecía de raza.
La adoré, su pelaje era de seda y sus ojos podían hablarme. Me gustaba observarla en penumbras y ella cómplice me respondía con un sutil gesto de amor. Estaba acostumbrado a vivir solo y no quería que supiera que me importaba, no quise darle ese poder.
Era una sobreviviente, se salvó de la muerte. Se sentía en deuda conmigo y se deshacía en acciones para hacerme sentir especial. Siempre me acompañaba en silencio, emprendiera lo que emprendiera ella estaba ahí para mí. Tenía un amor intenso, al punto de incomodarme, aunque tenía en claro quién era el amo y cuándo debía alejarse.
Ella me pedía caricias y yo, cuando estaba de buen humor, se las daba. Pero solo cuando quería, si no, la despachaba con algún gesto que la ahuyentara de mí. Ella se ocupaba de cuidar de la casa en mi ausencia y aunque la maltratara a diario siempre me recibía con alegría. Realmente llegué a pensar que era estúpida por ser tan sumisa, para ser honesto, eso me enfurecía.
Cuando estaba enojado, alguna vez, supe desquitarme con ella, me llegó a doler la mano de pegarle y lo peor es que no se iba. Yo esperaba que corra a su refugio, pero se quedaba en silencio recibiendo mis golpes. Eso me irritaba más y entonces le pegaba más duro. ¿Por qué no corría? ¿Por qué no se alejaba de mí? Yo en verdad no era buena compañía. No lograba entender por qué seguía conmigo. Un día pensé que se quedaba por conveniencia y comodidad. Le daba un techo y comida.
Pero ella prefería no comer si había caricias disponibles de mi parte. Le ponía la comida en su plato y me miraba como pidiéndome permiso. No se arrebataba como cualquier perro sarnoso sobre el plato, se sentaba a medir mi reacción para ver si me alejaba sin intención alguna de obsequiarle afecto. Me observaba sentada mientras me iba, esperaba a ver si me arrepentía, si no giraba sobre mis pasos para pasar mi mano sobre su pelaje. Cuando desaparecía de su vista, comenzaba a comer con delicadeza, lentamente y con prudencia. Tenía un porte maravilloso. Un día, la puse a prueba, le abrí la puerta de la calle para ver si prefería irse, pero me miraba con insistencia para entender si íbamos a dar un paseo, no daba un paso si yo no lo daba primero.
Ella era tan buena y dócil que podía soportarlo todo, se contentaba conmigo, aunque la empujara a la oscuridad en una noche tormentosa porque necesitaba estar solo, sentía que no me guardaba rencor. Bajo la lluvia, con ojos tristes me miraba apoyando su hocico detrás del vidrio, ella estaba esperando un ápice de piedad que yo sentía, pero prefería reprimir.
Una tarde llegué más enojado de lo habitual, habían intentado robarme en el colectivo. Cuando abrí la puerta de mi casa la perra no vino a mi encuentro como siempre. No era normal eso. La llamé silbando. No hubo respuesta. Pensé que se había muerto, empecé a buscar su cuerpo desplomado, me pregunté si había olvidado darle de comer o beber. Estaba aterrado, mis ojos avanzaban por toda la casa desesperados. ¡No estaba! ¿La habrían raptado?, ¿con qué propósito? Corrí alterado de arriba abajo, no había señales de ella. Gritaba a viva a voz llamándola.
En ese instante, me di cuenta todo lo que me importaba. Se me quebró la voz. Empecé a llamarla cada vez con más desesperación. Casi no podía ver nada. Corría enloquecido de un lado al otro. De repente, mi mirada se posó en un diminuto papel que yacía frío sobre la mesada de la cocina. Había algo escrito en él: “Me cansé”.