Por Carlos Saglul | La dictadura militar está en su apogeo. Los coches sin patente con policía de civil levantan gente a plena luz del día en su lugar de trabajo, la calle. En medio de aquel clima, donde como símbolo de la impunidad un hombre es atado al Obelisco y fusilado, el delito común se reduce. Es que ante semejantes jaurías de asesinos los chorros tienen miedo y se van del país. Mientras, la Argentina se transforma en un gigantesco campo de concentración y los aviones militares despegan cada vez más seguido para ejecutar detenidos desaparecidos arrojándolos vivos al mar, muchos integrantes de la clase media argentina se felicitan: “Ahora sí que hay orden”.
Ya termina la dictadura cuando se comienzan a ver delitos que no parecen cometidos por delincuentes comunes. Las misma bandas que entraban de madrugada en las casas para llevarse a los detenidos desaparecidos y robaban desde sanitarios hasta casas, campos, títulos de propiedad, acciones, ahora no se resignan a vivir de un sueldo. Salen a secuestrar industriales, banqueros, a sus hijos. Muchos de los que serán denunciados como los autores intelectuales del genocidio ven cómo sus ex empleados se llevan a sus pares. Buenos Aires se llena de custodias, autos blindados, alarmas.
En los últimos días de la dictadura y el inicio de la democracia se producen los casos más resonantes: Osvaldo Sivak es secuestrado por un grupo de tareas del Batallón 601 de Inteligencia del que forman parte los comisarios José Ahmed, Alfredo Vidal y el oficial Ricardo Taddei. También son parte de la banda que tiempo después secuestra a Karina Warthein (una chiquita de 16 años, hija del dueño del Banco Mercantil), a Sergio Meller, a Rodolfo Cluterbuck del Banco Francés. Este mismo grupo es el que, diez años después, secuestra al por entonces joven Mauricio Macri. Los ejemplos podrían seguir. Ningún gobierno de la democracia pudo controlar a la Policía, algo que ya no se puede atribuir a la desgraciada herencia de la dictadura, sino que también se ve complicada la ineptitud cómplice de la clase política.
La audiencia de respaldo que brindó el presidente Macri al policía Luis Chocobar, procesado por matar por la espalda a un presunto delincuente acusado de apuñalar a un turista (lo que fue desmentido por sus familiares), es mucho más que una desautorización del Poder Judicial que no se ha expedido sobre el caso. El gesto sirvió para que muchos sectores de las clases media alta y alta explotaran de placer y se multiplicaran las felicitaciones fascistas al mandatario. El jefe de Estado, autor de máximas como “el que tira una piedra está dispuesto a matar”, no recibió a la familia Maldonado, aún cuando ésta fue invitada hasta por el Papa al Vaticano. También hizo oídos sordos a los reclamos de los familiares de los marinos desaparecidos del submarino ARA San Juan, a los que recibirá tres meses después y luego de que se difundieran los audios que dejan al Gobierno como un insensible. Sin embargo, llamó él mismo al policía para felicitarlo. Todo un símbolo, un gesto claro para entender que el estado policial cada vez más evidente que se vive responde a una clara decisión política.
Desde que Mauricio Macri llegó a la presidencia una persona muere cada día por gatillo fácil o torturas. Es la estadística más alarmante desde la vuelta de la democracia. Después de cada represión, por más salvaje que haya sido -con periodistas heridos, gente que perdió la vista porque le dispararon a los ojos, y motos que aplastaron indigentes incluidas-, los funcionarios del Gobierno respaldan y hasta ascienden a los responsables. Y lo mismo en casos de desapariciones y fusilamientos. Hasta cuando desde las fuerzas de seguridad se agrede a legisladores, lejos de pedir disculpas, el Gobierno denuncia a las víctimas sin prueba alguna.
El resultado de estos gestos: más represión, seguramente más muertos.
Esto se nota en las barriadas donde más golpea la pobreza. El grupo “Jóvenes por Lomas” denunció la violencia cotidiana en el Barrio “La Amelia”. Ignacio Martínez, referente de la agrupación declaró que días atrás “aparecieron dos autos con entre siete y ocho personas de civil que se bajaron e interceptaron a un grupo de jóvenes. Se produjeron nueve disparos. Un joven (que, según se supo, se llamaba Nicolás Reyes y está muerto) recibió tres tiros, mientras los otros corrieron. Se acercaron entonces varias personas de civil que dijeron que eran de la Brigada. Una de ellas comenzó a patear al herido, lo insultaba y le decía: ‘Uno menos, con vos y el otro (refiriéndose, se supone, a otro muerto) nos quedan 11’. Lo arrastraron. Vino otro policía de civil y entonces se escucharon dos disparos más”.
Según denuncia la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de Rosario dos mujeres, madre e hija, fueron arrestadas por la policía y golpeadas por filmar en la puerta de su casa cómo detenían a menores. La mujer fue arrastrada de los pelos hasta el patrullero y tirada al piso. Un policía le aplastaba la cabeza con sus borceguíes. En otro auto se llevaron a sus hijos. Su hija tiene 16 y los otros pibes 9, 11 y 12. A ella y la adolescente las metieron en un calabozo donde las hicieron desnudar. Había mujeres pero también hombres. Estos últimos amenazaban con picanearla.
Los testimonios son decenas, aunque los organismos presumen que en la mayoría de las barriadas pobres no se realizan denuncias, por miedo a la policía y a raíz de la impunidad reinante. La policía parece dueña de la vida y de la muerte. La Justicia, sin cuyo accionar en imposible hablar de democracia, no cuenta. Y esto se refuerza a partir de actitudes como las del actual jefe de Estado que poco aprendió de su secuestro perpetrado por la famosa “Banda de los Comisarios”. Las torturas, el gatillo fácil, no terminan con el delito sino que lo alimentan. En la Argentina, los principales monstruos han crecido a la sombra del Poder. Al amparo de gobiernos que pretenden ignorar que un estado policial es incompatible con la democracia que dicen representar.