Por Carlos Saglul | El 24 de marzo, el gremio de Prensa instaló al costado de la Avenida de Mayo un stand para repartir la carta abierta de Rodolfo Walsh y otros materiales de prensa. Desde allí tuvimos una visión privilegiada del paso de las columnas que fueron parte de las dos marchas. Al lado había un puesto de choripanes. Muchos compraban. Otros se debían contentar buscando el sabor del chori en la memoria. Esto se notaba fundamentalmente en las columnas de los barrios.
Choripan/ Recuerdo especialmente a dos mujeres. Una joven con un bebe en brazos y la otra, mayor. La menor, al detenerse la columna frente al puesto, aspiró el aroma de la carne sobre la parrilla como si se tratara del mejor manjar y le dijo a la otra: ¡Qué ganas, no! La otra le respondió: “Ayer llegue tarde al comedor, hace casi un día que no meto nada al estomago”.
Y uno que se quedó sin saber cómo actuar. Poner en evidencia ante esas mujeres que se las estaba escuchando y convidarlas, pudo ser humillante para ellas. Las compañeros no estaban allí “por el choripan” que dice Mauricio Macri, sino “en homenaje a sus desaparecidos”, pero también para protestar contra los que continúan sembrando hambre en el país famoso en el mundo “por sus carnes” y la abundancia de sus alimentos. Macri desnudó odio de clase cuando habló de los que van a la plaza con el colectivo y por el choripan.
No hay odio sin violencia. La violencia del hambre. De la falta de medicamentos. Del hospital que no tiene turnos. Es violencia el transporte que ya no podés pagar, tus hijos privados de educación por la falta de vacantes.
Escalón/ Mi casa es antigua, tiene un gran escalón en la puerta que invita a sentarse. Algún jubilado, una pareja de novios que no se decide entrar a la escuela que está a una cuadra. No es raro encontrar a alguien sentado. Ni decir de algún borracho, al que hay que ayudar a levantarse para que llegue a la plaza cercana. Pero el borracho que encontré la otra mañana no era una beodo cualquiera. Estaba bien vestido. Tenía un portafolio. Apenas sintió girar la llave intentó levantarse y se fue contra el piso. Lo ayudé a volver a sentarse. Le recriminé que estuviera “en pedo ya a las cinco de la tarde”. No tardó en contarme que daba vueltas y vueltas desde la mañana cuando lo habían despedido. El despido es como una bomba. A veces no tarda en destruir el hogar donde cae y la vida del cesanteado. No es la violencia de un corte de calles que te demora un par de horas. De una huelga por la que no te atienden en un banco. Es la violencia de un país en el cual durante los últimos tiempos las empresas líderes multiplicaron el 20 por ciento de sus ganancias, al tiempo que un millón de pobres se sumaron a las legiones de los excluidos.
Pintura/ Fui a comprar pintura a una conocida cadena. Las rebajas ese día eran importantes. Había mucha gente. Comento con el pibe que me atiende la inusual cantidad de clientes que hay. “Lo que pasa es que (refiriéndose a la empresa) tienen que pagar el crédito que sacaron en el Nación. Es para garpar las indemnizaciones. Desde este fin de mes estamos despedidos la mitad de los empleados”, me dice.
En la Argentina actual (como en la de Domingo Cavallo, Carlos Menem y Fernando De la Rúa), los empresarios no sacan créditos para desarrollar su industria sino para despedir. Vivimos frente a un estado que a diario genera violencia.
“Los otros”/ Hablar de los “los otros” es violencia, como aplastar con el camión a un piquetero. Es violencia criminalizar a los maestros como hace la prensa. “Hay directores que encubren huelguistas”, titula Clarín. Es violencia descontar salarios, intervenir sindicatos, amenazar con juicio político a los jueces que dictaminan a favor del obrero.
El odio de clase crece como una grieta carnívora que amenaza a todos: “desaparecieron los que tenían que desaparecer”, dice una mujer ante la cámara. “Hay que reprimir a los piqueteros que viven del Estado”, grita otra como si los piqueteros no fueran gente que pide trabajo.
Soledad/ La huelga de este jueves explotó como un enorme grito silencioso. No demanda violencia. Todo lo contrario. Evidencia la violencia del estado neoliberal. Pide que la justa distribución de la riqueza tome el lugar de esa verdadera catástrofe social que vivimos y se profundiza día a día.
Salgo de hacer las compras en el Supermercado Día de Independencia y Pichincha. Han puesto una mesa donde los vecinos toman mate y debaten medidas para enfrentar el tarifazo. Dicen que no son de ningún partido. Un pibe viene con un volante, afirma que me conoce. “Acá lo que nos mata no es el ajuste sino la soledad. Hay que romperla luchando juntos. Charlemos don, que entre todos se puede”. O por lo menos, ayuda a conservar la esperanza, le digo y me siento a la mesa.