Por Hernán López Echagüe
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]I.[/mks_dropcap] Hace tiempo que la dominación de la voluntad de las personas ocurre a partir del consumo apremiante de cosas que a veces muchos suponen banales, rutinarias, lógicas, naturales, hasta imprescindibles o inexcusables. A esa cosa de luchar, matar y morir por los ideales, le ha sucedido el espíritu de luchar, matar y morir por la acumulación de cosas. Al sistema le viene de maravilla. No hay caras auténticas, de las de veras, en cada charla. Hay figuras en pantallitas, hay fotos, videos de minuto. En los bares se reúnen los viejos, los que se quedaron allá, mil años atrás, con su teléfono fijo y negro y con cuatro canales de televisión. Y con diarios de papel en la mano, abiertos de par en par. Si querían verse, se llamaban por teléfono o de una aparecían en la casa y tocaban el portero eléctrico. Las ideas, las ocurrencias, las charlas locas, las declaraciones de amor, los chismes, ocurrían cara a cara; había ropas, peinados, gestos, olores, sensaciones, manos estrechadas, acaso un abrazo. Hablaban de asuntos, discutían, se enojaban, se cagaban de risa. Tenían veinte, veinticinco años. Nadie se ponía a hablar con una máquina cuando se sentía solo. Salía y buscaba gente, orejas. O se emborrachaba. Y les daba por ponerse a militar en cualquier agrupación política. Porque había charlado cara a cara con alguien y entonces algo lo había contagiado, las ganas de hacer algo que no tenía precisamente que ver con sus cosas.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]II.[/mks_dropcap] Ese hábito de catalogar a las personas de buenas a primeras, sin detenerse siquiera unos segundos a considerar qué piensan, qué les causa alegría y qué pesar, de dónde vienen, dónde están y adónde al parecer van, comporta un abuso de confianza que puede resultar insultante. Por ejemplo, que a uno, en esta época, lo llamen periodista. En mi caso, al menos, o al más, equivale a que me emparenten con personas que me causan recelo, y, a menudo, aversión. Es que a partir de los noventa el periodismo, oficio agraciado, comenzó a convertirse en una profesión que ahora ejercen actores mediocres y buhoneros que han hecho de la noticia, de la información, una mercadería transgénica. Un modo de vida fundado en la malversación de la palabra; un ingreso, un empleo bien remunerado, una actividad casi oficinesca. En particular los que aparecen en la pantalla del televisor, encorbatados, metidos en el traje del éxito y la fama, el traje que empezaron a hilvanar durante esa edad del oro que algunos denominan menemismo. Frente a los entrevistados y al acontecimiento actúan, por sobre todas las cosas actúan. Interpretan un papel, el de periodista apremiado por vaya uno a saber qué naturaleza de enjundia, y lo hacen de un modo que mueve a la risa y a la pesadumbre y a la risa. En ese orden. El lema, digamos, rentabilidad o muerte. Un puesto, un salario: ese es el límite de su talento. El resto es el resto, es decir: todos somos tontos que nada comprendemos sobre el proceso de magnífica transformación que atraviesa el país.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]III.[/mks_dropcap] Quiero, necesito abrir un diario o una revista y encontrarme de pronto con un artículo que valga la pena leer. O una columna de opinión, o una contratapa. No pido mucho, al menos unas líneas. Líneas de cualquier tipo. La decadencia del periodismo gráfico en estos años ha sido patética. No hay ideas, nadie suelta una mísera idea. Es el imperio de la lengua de Bucay, de Stamateas, de Coelho. Pero con una carga de compromiso fácil y hueco, de batalla cuerpo a cuerpo sin cuerpo presente. Bajada de línea. Guerra. Una vaguedad tras la otra, un respingo tras el otro. No, no, no. No es sencillo ponerse a buen resguardo de este periodismo esotérico. Y si a este desbarajuste de conceptos y palabrerío y gesticulaciones lunáticas le sumamos que los filósofos se han convertido en divulgadores, estamos fritos. No les cuesta pensar. No piensan y dicen lo que no piensan con una facilidad que asombra.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]IV.[/mks_dropcap] La política argentina continúa repleta de personas dignas del desprecio y la náusea sobre cuyo pasado o trayectoria, parece, hoy es insensato hablar. Al amparo del olvido, de esa melancólica oquedad que da la impresión de haber devorado buena parte de la memoria colectiva, algunas ocupan despachos oficiales y otras pretenden hacerlo.
En fin. No puedo más que buscar el hombro de Cortázar, a quien ahora muchos hipócritas y advenedizos reivindican porque está muerto y no puede hacerse oír -como suelen hacerlo con Rodolfo Walsh, que mandaría al carajo a varios periodistas comprometidos– y, con él, decir: “Los mando a todos a la reputa madre que los parió, y digo lo que vivo y lo que siento y lo que sufro y lo que espero. Sólo así podremos acabar un día con los chacales y las hienas”.