Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]XIII.[/mks_dropcap] Hermanito, acá estoy, metido en las partes que me has mandado de tu libro. Me preguntas por mis primeros años de conciencia política. No se por dónde empezar, por lo que siguiendo el consejo de mi admirado Tristram Shandy, empezaré por el principio.
Edad: 6 años. Lugar: un aula del Colegio Gregoria Pérez. Fecha: primeros meses de 1955. Hora: por la mañana. Hace frío y acabo de cantar “Aurora” en el patio, tengo una pluma y tinta que traigo de casa para llenar el tintero del pupitre. Si no traes tinta de tu casa la maestra te pone la tinta del cole, que es aguada. El libro de lectura está abierto en una página con la foto de Perón. Hay otra con la de Evita. Leo de pie en voz alta para toda la clase. Me siento y busco con la mirada a Padín Paz, que es una morochita a la que deseo, aunque no se todavía muy bien para qué.
Edad: la misma. Lugar: el hall de la casa mi abuelo, donde vivo con mis padres y otras 10 personas más de la familia de mi padre. Fecha: 15 de septiembre de 1955. Hora: por la mañana. No hace frío pero estoy llorando. Toda la familia, los diez o doce, están atentos a la radio. Hoy no hay colegio porque hay revolución y han echado a Perón. La radio, entre marchas militares, da boletines sobre el paradero del Tirano. Yo lloro y repito mirando a mi madre: “No quiero que lo maten a Perón”, como un mantra lo repito. Algunos me miran y sonríen. La escena será largamente recordada.
Edad: la misma. Lugar: el dormitorio de mis padres. Hora: últimas de la tarde. Con un frasco de cola, un pincel y una tijera recorto hojas del cuaderno de borrador y las voy pegando por las fotos y dibujos de Perón y Evita del libro de lectura.
Edad: 12. Lugar: patio del Colegio San Miguel. Fecha: fin del curso, se acaba la primaria. Estoy formado con todo el colegio, que tiene primaria y secundaria. Estoy muy elegante con un blazer que me compró mi padre una vez que me llevó de compras con su amante y creo que para parecer espléndido fuimos a un sitio caro. Está hablando en nombre de los alumnos uno de 5to de secundaria. Lo reconozco, es rubio, elegante, tiene un pelo que envidio y el blazer le queda mejor que a mí.
En su discurso habla de Rosas, de la Patria de Rosas, le tira mierda a Sarmiento y a Mitre.
Me sorprende, porque sé desde hace mucho que Rosas fue un tirano sanguinario, que Sarmiento amaba a los niños y de Mitre no tenía mucha idea, pero al menos tenía una calle. Mi abuela me ha contado episodios de su bisabuelo y al escucharla siempre me parece que habla de un pasado no muy lejano. Para ella Rosas, La Mazorca, La Montonera, Mitre, Varela, Martí, Mármol, etc. son personas que se seguían batiendo por la felicidad del país. Al finalizar la arenga nacionalista, el director del colegio se acerca al micrófono y nos dice que la dirección que él representa no comparte las opiniones del alumno, etc.
Edad: 12. Lugar: la mesa del comedor de la casa de mi abuelo. Fecha: el mismo día de fin de clases. Hora: la de la cena. Hace poco que comparto mesa con el resto de los mayores, todavía llevo pantalones cortos. Tomo aliento y coraje e interrumpo la conversación y cuento lo que escuché en el colegio en el acto de fin de curso. Todos se indignan sorprendidos y dicen ‘Que barbaridad…!’ y yo me siento muy bien por haber tenido su atención y haber iniciado un tema de conversación. Bien, Gonzalo !
Edad: 13. Lugar: entrada de la Escuela Nacional de Educación Técnica Norberto Piñero. Hora: la de entrada a clases. Estoy con uno de los pocos con los que me hablo, estamos todos en la escalera de acceso a la escuela, aún no se han abierto las puertas. Hay un grupo de alumnos mayores, mi compañero me advierte que son de Tacuara. Llevan blazers, pantalones oxford, mocasines y el llavero les cuelga del bolsillo pequeño del pantalón. Es una medalla grande y de plata. Cuando vuelvo a casa, me hago con una de las medallas que guarda mi padre en una caja que he descubierto hace algún tiempo. Con un punzón y paciencia le hago un agujero y me fabrico un llavero que parece de Tacuara. Me emociona sentirme cerca de los Tacuara.
Edad: 14. Lugar: patio del Piñero. Hora: mediodía. Un compañero me habla de Tacuara. Me confiesa que sabe dónde se reúnen. En una galería comercial de Pacífico. El también los admira. Quedamos citados para acercarnos el próximo sábado. Voy en subte y en Plaza Italia me encuentro con mi compañero. Recorremos toda la Galería pero no damos con la reunión, no sé que voy a decir si los encontramos, pero voy.
No tenemos éxito, mi colega queda como un chambón, pero me sube la adrenalina.
Edad: 15. Lugar: la esquina de mi barrio. Hora: por la tarde. Gustavo Zunino es un chico mayor que nosotros, los de la barra, vive a metros de mi casa, por alguna razón me da bola y hablamos de los Tacuara, trato de saber si conoce alguna forma de acercarme a ellos, me desanima. Aunque lo argumenta, me parece un poco cagón con el tema. No obstante, supongo que percibe mi desencanto y me invita a su casa. Seguimos hablando de Rosas, la Confederación, los Caudillos, etc. y me regala un libro de Manuel Gálvez sobre Rosas.
En la primera página Gustavo ha escrito: ‘Dios mío, solo te pido que nunca olvide que antes de mi humilde persona, estás Tú y la Patria de Rosas’. Tú y Patria están en mayúsculas. Devoro el libro en un par de días y mando al carajo a mi abuela y a mi familia en lo que opinan sobre nuestra historia.
Edad: 16. Lugar: parada del colectivo que me lleva a casa desde el colegio. Hora: como la una de la tarde. Espero el colectivo con Gabriel Tolchynsky, a quién llamamos Tolcha y se burla de su apellido diciendo que tiene diez letras y una sola vocal. Tolcha es un judío de alta cuna, vive en la calle Gelly y Obes en un piso que te cagas. Vamos a estudiar algunas veces a su casa. Tiene un par de siervas, y en la casa se respira la guita y el buen gusto, que yo de eso sé un poco. El Tolcha va a una Escuela de Educación Técnica pública, a la que voy yo, porque del Norberto Piñero me han echado: me escapaba todos lo días con Korenfeld. Me trincaron un par de veces, pero lo insólito fue la causa de mi expulsión. Había hecho amistad con un celador que no era más que un alumno de los últimos cursos y me vendía paquetes de Chesterfield, y no va un día que estamos formados en el patio y al dar la vuelta para entrar al aula se me cae un atado de los Chester justo delante del Jefe de Celadores. Me saca de la fila, llama a mi madre y me saca de la Escuela. Bien, estoy con el Tolcha esperando el transporte y el Tolcha me habla de la CGT de los Argentinos, de Ongaro, de una huelga salvaje programada para esos días. No hace proselitismo conmigo, solamente está indignado, es la época de Onganía.
Me quedo pensando. Ya no solamente reescribo la historia, comienzo a reescribir el presente.
Edad: 18. Lugar: salón del restaurante del Laurak Bat. Hora: la de la cena. Desde hace un tiempo bailo en el grupo de danzas vascas de Acción Vasca, a la que supongo una organización del PNV (Partido Nacionalista Vasco).
Me aprendo la Guerra Civil Española, odio a Franco y a los españoles. Una noche del 12 de octubre, con mi amigo José Gabriel nos trepamos por la cortina metálica del taller del barrio que había puesto una bandera española, y la quitamos. José Gabriel recuerda haberla quemado o algo así. Creo que le engaña la memoria. En la mesa del Laurak Bat hay un amigo de Jon Arozarena, Gracián Legorburu. Jon es del grupo de baile y Gracián compañero de su colegio. Gracián nos habla de Tucumán.
Edad: en llegando a este punto se me confunden edades, fechas, sitios, horas y circunstancias. Lo atribuyo a un par de razones: las cosas que me ocurren en esos años son difíciles de destilar y ordenar en la memoria, y por otra parte me he tomado el trabajo de no fatigarme con su evocación. Así que intentaré relatarlos sin que obedezcan a un orden cronológico estricto. En fin, un divague ordenado.
Tengo una relación tormentosa con una vecina de nuestro edificio, Malena. Me seduce, me mete en su cama. Es mi educación sentimental. Malena es rica, tiene estancias y cuando me lleva a su dormitorio le da un Valium a su hija, una chica de 10, 11 años, para que se desmaye y no moleste. Conozco a algunos de sus ex amantes, hay uno, El Negro, que un día me dice: ‘Soy peronista, ¿y sabés por qué puedo serlo y decirlo? Porque soy de buena familia’. Algo así como que si en esos años querías progresar socialmente debías ser antiperonista. Como al tipo le sobraba pedigrí, podía serlo y decirlo.
Con Malena hablábamos de política y era radical intransigente. Era una mujer extraordinaria, culta y muy inteligente. Gracias a ella conocí la poesía de Alfonsina Storni.
Bueno, es tarde, me voy a dormir. Mañana me fumo un canuto y sigo.
Abrazos y besos
Gonzalo
PD: Pero si hay un primer antecedente de mis ideas sobre el mundo y la vida, este es seguramente la colección de libros de Monteiro Lobato. Es un misterio, ¿no?
Bien, Gonzalo, si el asunto viene de recuerdos de las primeras aproximaciones a la política, aquí va lo mío:
Edad: 7 años. Lugar: aula del colegio Juan José Castelli. Fecha: un día de noviembre de 1963. Hora: quizá las tres, cuatro de la tarde.
La señorita Ofelia mide un metro cincuenta, viste delantal blanco, acartonado de almidón, y está hablando, de pie, con las manos apoyadas en el escritorio de madera clara, la barbilla erguida de modo avieso, acerca del liquen. Simbiosis de hongos. Sitios húmedos. Rocas. Cortezas de árboles. Costras grises, pardas, amarillas o rojizas. “Ella es un liquen”, le digo, en voz baja, al oído, a Tetamantti, mi compañero de banco. Nos echamos a reír y la señorita Ofelia se olvida de las algas unicelulares y las hojuelas y nos advierte que nos mandará a la Dirección si continuamos tomándonos a la chacota su lección. Eso dice la señorita Ofelia, a la chacota, con voz de ultratumba. Todavía siento en el paladar el sabor agrio del pastel de carne que he almorzado en el comedor de la escuela, en el galpón de paredes grises y techo de chapas grises en el que tienden unas cuantas hileras de tablas afirmadas sobre caballetes, platos de hojalata, cubiertos de hojalata, comida de hojalata, mucha, abundancia de comida que algún batallón ha resuelto echar en la basura y los directores de la escuela reciben con alegría y distribuyen en platos de hojalata. Pastel de liquen. Tengo la certeza de que por la noche, mientras duerma, en las axilas, en la entrepierna, en el pecho, en la espalda, en todo mi cuerpo comenzarán a brotar costras malignas, como aquella vez en que me atacó el sarampión, pero ahora un sarampión de liquen. De improviso, el doctor Caro, director de la escuela, ingresa en el aula. Un metro noventa de severidad y disciplina interrumpe la húmeda clase de la señorita Ofelia y sin mediar palabra me señala con un dedo maricón. “Echagüe, acompáñeme a mi despacho”. Primera vez que ocurre, primera vez que el doctor Caro, a lo largo de mis dos años de estada en la escuela, se mete en el aula sin golpear a la puerta y me dirige su dedo maricón y me nombra y me ordena que lo acompañe a su despacho, esa habitación misteriosa, espacio de penumbra y habladurías perversas, en el hall del edificio, a la izquierda del busto de Sarmiento. Lleno de terror pienso que escuchó lo que le dije a Tetamantti. Micrófonos en los pupitres, quizá ese asunto de la telepatía, del que alguna vez me habló don Saccomanno, el almacenero.
Mamá está esperándome en el despacho. Se pone en cuclillas y me abraza con fuerza. En silencio me besa la frente, las mejillas. Se incorpora a los tambaleos. “Querido, debo darte una noticia terrible”. Silencio. Me toca el pelo engominado, se lleva una mano a la boca, no logra contener el llanto. ¿Habrá muerto mi perro, Dinty, acaso Yatasto, el cobayo que me regaló mi padrino? El doctor Caro, sin perder su aire de comandante escolar, se apresura a ofrecerle un pañuelo de tela blanca, con bordaduras azules y rojas, que saca del bolsillo superior de su delantal. Perfume a lavanda inglesa se apodera del despacho. “Querido”. Mamá se seca los mocos y las lágrimas con el frasco de tela de perfume del doctor Caro. Se pone en cuclillas nuevamente y deja caer sus manos en mis hombros. “Querido mío”. Hace un silencio, me mira a los ojos con sus ojos ahora borrascosos, almendrados en la mañana. “Querido”. Dejo de zozobra que jamás le había escuchado, ni siquiera cuando murió mi tío. “Han asesinado a Kennedy”. Y el llanto la asalta una vez más. Dobla el cuerpo y me estruja contra el suyo. Me agrada el olor del humo del tabaco en la piel de su cuello, en la tela de su blusa negra, y tengo ganas de decirle que no sé muy bien quién es ese tal Kennedy, o sí, indicios de su cara, un hombre importante, de cabello corto, castaño claro, corte medio americana, como el mío, creo haberlo visto en algún noticiero, o en la portada de uno de esos periódicos que mis padres suelen leer con circunspección cada mañana de sábado, o de domingo, en la cama, mientras comen tostadas con queso blanco y miel y toman café. Mamá le dice al doctor Caro, al frasco de lavanda inglesa de un metro noventa que dirige la escuela Juan José Castelli, le dice que está hecha pedazos, que bordea el soponcio, dice esa palabra que no comprendo pero que a juzgar por la lividez de su cara debe de significar algo peligroso. Necesita distraerse, estar conmigo, sumergirse en otros pensamientos, de modo que ha resuelto retirarme antes de la escuela para llevarme a ver un partido de polo. Coronel Suárez contra Santa Ana. El equipo de los hermanos Harriot y los Heguy frente al equipo de los hermanos Dorignac, doctor Caro; la final del abierto de Palermo, doctor Caro. El monumental vaso de cuello estrecho de lavanda inglesa asiente con un solemne movimiento de su tapa pelada; podemos irnos, no hay problema, no me aplicará ninguna falta, ni media, ni un cuarto, a pesar de que estoy abandonando el turno tarde de la escuela de doble escolaridad, tormento al que mamá resolvió someterme con el propósito de brindarme una educación completa, convertirme en un hombre completo, de doble escolaridad, de doble saber y doble audacia y doble ventura.
Mamá se despide del doctor Caro, le agradece la cortesía, me toma de la mano y nos encaminamos hacia la calle. Mientras aguardamos la llegada de un taxi se suena la nariz con el pañuelo de lavanda del doctor Caro, me acaricia la nuca. Su mirada es un desbarajuste de ternura y melancolía. “Querido, eres idéntico a Kennedy”. En la calle Arenales los vehículos se desplazan con pereza. Es una tarde blanca, de un sol que cae a plomo sobre todas las cosas. Siguen las gotitas en las mejillas de mamá. Para mis adentros, pese al dolor de ella, celebro la muerte del tal Kennedy, celebro esta tarde baldía. En esta tarde aprenderé mil cosas. Sabré que las gradas de la cancha de polo de Palermo huelen a lavanda Fulton, que los caballos petisos corren y relinchan y soportan los chicotazos de tipos de casquitos de colores que los mandan a correr tras una bola de madera que al finalizar el partido, gracias a la súplica de mamá, Juan Carlos Harriott firmará y me entregará en la mano, la cara ensopada en sudor Fulton. El tal Kennedy es un campo verde, inabarcable, de caballos enanos y una bola de madera blanca y señoras metidas en trajes de tono pastel y piernas doradas que fuman cigarrillos largos en boquilla de plata. “Ay, mi ángel, este es un día de luto universal”. Y lo será, por completo, a nuestro regreso a casa, pocos minutos antes del comienzo de El llanero solitario.
La frase, escrita con jabón de tocador amarillo en el espejo del botiquín de baño, me causó gracia. Chau, hasta pronto. El grito de mamá, su llanto, puteadas, de nuevo su llanto. El ropero de mi viejo abierto de par en par. Perchas desabrigadas, cajones vacíos. “¡Hijo de puta, hijo de puta!”. Dinty ladra y mueve el rabo con alegría. Luego se echará sobre mi cama, sobre las sábanas, a mis piés. Es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.