[mks_highlight color=»#ff0000″] Por Carlos Fanjul [/mks_highlight] “El Pat’e Catre se acuerda de una vez que estábamos jugando un partido, divisiones inferiores de Ascenso. Éramos locatario, que le dicen, y teníamos que ganar por las buenas, las regulares o las otras. Teníamos que ganar. Era la orden.
En el fato estaban todos los complicados en el entrevero, desde el referí hasta el cabo que era el jefe de la fuerza pública destacada allí para evitar cualquier alteración del orden constitucional y para darle respaldo al refle no fuera a ser cosa que los contrarios (casi siempre malos deportistas) quisieran abrirle el balero de un palazo, como quien raja una sandía, en el soca de algún fayuteli de dudosa interpretación reglamentaria y notoria mala fe en perjuicio de nuestros sagrados intereses deportivos.
¡Ah, qué tarde la tarde aquella! ¡Reíte vos de los martes orquídeas! Los teníamos lo que se dice acorralados a los contrarios y no les podíamos hacer goles.
“Cero Kilómetro”, centrodelantero, estaba a dos metros del arco, solo, y en vez de darle a la globa pega en la tierra, porque allí mismo había una vizcachera, y se recalcó un pie.
El mismo Pat’e Catre se empezó a gambetear a toda la defensa y después de hacerle el último drible al arquero, quedó solo, frente al arco vacío, y resulta que no tenía la pelota. Se la había olvidado al hacer una gambeta. Roncadera estuvo 51 vez orsey y el linema –a manera de estímulo– no levantó ni una vez la bandera y lo dejó seguir, pero sin resultado positivo.
Hasta que faltando un minuto…un contrario saca una pelota de cabeza, el refle (bien colocado) pita con singular energía, entra el cabo a la cancha a interpelarlo, mientras se llevaba con notoria y expresiva energía la mano a la empuñadura de la lata, en transparente actitud de desenvaine, y pregunta, enérgico, al juez:
-¿Qué cobra?
-Penal pa nosotro –dijo el refle con esa seguridad que da el tener la conciencia tranquila.
-¡Ah! –dijo el cana. Y se preparó pa festejar.
Ganamos. Ascendimo. Los contrarios, malos deportistas, protestaron. Querían irse de la cancha. ¡Qué vergüenza! ¡Abandonar el terreno de honor! ¡Renunciar a la lucha! Ignoraban los inorantes lo que es el espíritu deportivo y no manyaban no diome de lo que es el farplay.”
Así, bien lunfa y con esa barra imaginaria de compañeros de ruta, Diego Lucero transitaba por cada hecho noticioso que le tocara cubrir para algún medio de Argentina, Uruguay, o el mundo entero.
De esa manera, la Ciriaca (única mujer), el Cero Kilómetro (un vago), Primeroemayo (un teletual*), el Pat’e Catre (un gil) y Roncadera (otro gil), acompañaron a este formidable cronista de época que, hasta ahora, y un rato antes de que el hoy afamado Enrique Macaya Márquez se apreste a cubrir su Mundial número 16 –desde el de 1958 hasta el actual–, fue el periodista que mayor número de contiendas hubiera presenciado.
Desde el primero, en 1930 en su Uruguay natal, hasta el de los Estados Unidos 94, un año antes de su partida a poco de cumplir 94 años, Don Diego estuvo en cada cita mundialista durante quince ediciones. Y llegó a ser tan famoso y respetado para el fútbol mundial –y, como veremos más adelante, incluso para la política internacional– como cualquiera de las personalidades que pasaron por su pluma a lo largo de los años.
El anarquista
Se llamaba en realidad Luis Alfredo Sciutto y había nacido en Montevideo el 14 de junio de 1901, en el naciente Siglo XX cuando “la pelota era el juguete natural de los pobres –escribiría–, porque entretenía a muchos a la vez y no costaba nada fabricarla”.
Se formó como futbolista en los campitos orientales. Y en la biblioteca del Centro Anarquista, se hizo lector y también militante anarquista.
De joven, y casi como un aviso de la interminable cantidad de personajes de la historia con los que iba a convivir, Lucero tuvo una estrecha relación, política y de amistad, con Simón Radowitzky, que había llegado al Uruguay luego de ser liberado de la cárcel de Ushuaia y extraditado, tras haber sido el autor del atentado con bomba que mató al jefe de policía Ramón Lorenzo Falcón, responsable de la brutal represión de la semana roja de 1909 en Buenos Aires. Así lo recordó alguna vez el propio Diego:
“Era de verdad un tipo simpatiquísimo. Tengo de él el mejor de los recuerdos. Y con él hicimos algunas travesuras. Resulta que la dictadura de Uriburu aplicó salvajemente la ley 4144 -conocida como ley de residencia-, expulsando a sus países de origen a los muchos anarquistas españoles e italianos que había en Buenos Aires. Eso entrañaba un riesgo tremendo, porque en España estaba el régimen dictatorial de Primo de Rivera, y en Italia gobernaba Mussolini. Entonces, los anarquistas se organizaron para rescatar a esos presos cuando llegaban a Montevideo. Simón era uno de los cabecillas del movimiento. Ocurre que en un barco no pueden llevar a un pasajero que viaja contra su voluntad. Se aplicaba un reglamento de tipo internacional por el cual todo pasajero embarcado contrariando su voluntad debía ser desembarcado en el primer puerto que tocara el barco”.
Y era ahí, en ese instante en que aparecía la participación del por entonces, joven Diego:
“Yo, por ese entonces, era un veterano telegrafista, trabajaba en relaciones públicas. Tenía franquicia de subir a los barcos antes de que se le concedieran la ‘libre práctica’. Con mi uniforme de mensajero de la Western Telegraph Company -que me daba un aire casi militar-, era el primero en subir a bordo junto con Inmigración y Policía, no bien llegaba el barco. Yo iba a ver al comisario del barco y le preguntaba cuántos presos llevaba a bordo. Me decía la cantidad y los nombres. Yo hacía la lista y con un mensajero se la enviaba a Simón. Él, en el puerto, ya estaba preparado con una máquina de escribir, hacía un escrito pidiendo a la Prefectura el desembarco de quienes eran trasladados en contra de su voluntad. Ésa es la misión que me tocó desempeñar y que sigue siendo uno de los mayores orgullos de mi vida”.
Luego llegó el corto tiempo del futbolista. Jugó en la primera división de Bella Vista, y, más tarde lo hizo en Nacional de Montevideo, y hasta llegó a ser parte del seleccionado uruguayo en las primeras décadas del siglo, hasta que una lesión de rodilla lo sacó de las canchas.
Y ahí nomás nació el periodista todoterreno y el escritor popular, que fue testigo de todo tipo de acontecimientos resonantes, pasando por Roland Garros o Wimbledon en el tenis, con su primera experiencia en Europa cuando acompañó a un remero uruguayo a una competencia mundial de esa especialidad en 1934.
El fusilado que no fue
Lucero, además de Mundiales, fue cronista de varias ediciones de los Juegos Olímpicos, columnista de los más variados sucesos de cualquier índole mundial y hasta corresponsal en la Guerra Civil Española, donde, metido en las trincheras junto a los soldados republicanos o tapándose de las balaceras fascistas, vivió el momento más dramático de su vida: fue salvado de morir a manos de un pelotón de fusilamiento gracias a la presión internacional a favor de un periodista de su fama. “Un grupo de soldados nos detuvo cerca de Madrid, y uno de ellos nos quería matar allí mismo: ´Tres a cada uno y apuntar a la cabeza´, gritó el militar que había dado la orden. Hasta que apareció un oficial que pidió interrogarnos. Eso nos salvó por un rato”, contó el periodista.
Más tarde, con la orden de fusilamiento en su contra, quedó libre por una gestión directa de Franklin Roosevelt, por entonces presidente de los Estados Unidos, que se enteró de su situación y se ofreció como mediador.
La Segunda Guerra Mundial también lo llevó varias veces a destinos variados, aunque ya no en los campos de batalla, sino dialogando con jerarcas militares o miembros de la resistencia francesa, por ejemplo.
Tuve el honor de ser su amigo y hasta de tenerlo de compañero en Diario Popular y, más tarde, en Radio Provincia de Buenos Aires y, en su vejez, en la casona de la localidad platense de City Bell. En interminables rondas de mates, se reía de aquella situación frente al pelotón de fusilamiento. O, mejor dicho, de la comparación de aquel dramatismo con las actuales formas de cubrir los acontecimientos bélicos: “Hasta la guerra ha perdido belleza. En aquel tiempo, para contarla, había que estar en el lugar, vivir como vivían los protagonistas y agacharse de las balas, igual que ellos. Hoy, en cambio, te lo cuenta por tele un gordo con un puntero y un mapa en la pared”.
En esas charlas, Diego contó que pudo cumplir con ese (hasta ahora) récord de haber presenciado 15 mundiales. “Porque muchos de ellos me agarraron en Europa –decía-, cubriendo alguna otra cosa, social o política. O viceversa, cubrir esas cosas porque estaban cerca de un Mundial. Eran tiempos en los que viajar era difícil y el que estaba cerca tenía que atajar lo que le viniera”.
Así, tras ser cronista del primer Mundial en el 30 (“a metros de mi casa”, ironizaba), fue enviado por su gran tarea al de Italia en el 34. Por estar allí, se hizo cargo de las primeras tensiones que derivarían en la Guerra Civil Española, y por estar en ésta, cubrió más tarde el Mundial del 38, en Francia.
Un trotamundos que había escrito su primera crónica en 1924 para el diario uruguayo Tribuna Popular. Seis años más tarde, fundó la Radio Sport en Montevideo. En su país natal fue corresponsal de Radio Carve y Diario El Pueblo, y del diario El Plata. Durante la Guerra Civil Española trasmitió la entrada del general Francisco Franco a Madrid. Más adelante, en 1942, se radicaría en Buenos Aires. En su llegada al país Lucero trabajó para Crítica y tres años más tarde se incorporaría a Clarín como cronista deportivo y de política internacional. Escribió también para El Día, de La Plata y, en el final de sus días, fue cronista de Radio Provincia de Buenos Aires, durante el certamen mundialista de 1994 en los Estados Unidos, donde además fue homenajeado por la FIFA por su interminable recorrido.
Sus obras literarias quedaron para todos los tiempos: Déjala Juan, anécdotas deportivas, escrito en 1932, y su libro cumbre Siento ruido de pelota, con relatos fieles a su estilo, editado en 1975. También está el titulado 10.000 horas de fútbol, editado en 1996, tras su muerte, gracias a una recopilación de Enrique Escande.
Cultura de bibliotecas y de esquinas varias
El estilo de Diego era distinto a casi todos. Era el fruto de su enorme formación cultural y también de su conocimiento de la calle. El suyo era “el lenguaje del tablón”, como él mismo lo bautizó. Sus textos, a manera de crónicas periodísticas, transitaban entre la realidad y la ficción cada vez que dialogaba con sus personajes creados, con un tono más épico y literario que informativo.
Tal vez la pobreza de la niñez, que lo llevó a convertirse en un trabajador tempranamente, y su tremenda curiosidad por aprender hayan tenido que ver con su prosa. Así lo razonaba:
“Un factor que contribuyó a mi formación es que en mi barrio había un centro anarquista llamado ‘Centro de Estudios Sociales Brazo y Cerebro’, que tenía una importante biblioteca. Gracias a eso pude acercarme a la obra de Bakunin, Kropotkine, Émile Zola y todos los grandes escritores de la literatura revolucionaria. Eso fue determinante para que empezáramos a soñar con el ideal de la redención humana”.
Así, con el agregado del lenguaje popular que aprendió en las calles del mundo entero, escribió párrafos memorables, llenos de colorido y humor, más allá de que frente a él estuvieron como entrevistadas personalidades que van desde Juan Domingo Perón o Carlos Gardel, hasta Joseph Goebbels, Federico García Lorca, Pablo Picasso, Luigi Pirandello, Albert Camus, Indira Gandhi, Benito Mussolini, Pelé y el mismísimo Francisco Franco, contra el que había combatido en las trincheras”.
“En cada viaje que hice estuve interesado en reflejar la situación política, social y cultural de cada país, y en descubrir a sus personalidades más importantes. En los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936, me dediqué toda una tarde a tomar datos para un artículo sobre los gestos y movimientos de Adolf Hitler, que estaba a diez metros de donde estaba yo”, recordó alguna vez.
Por ejemplo, en México, en 1970, describió como pocos el inmenso dolor y la destrucción que había provocado un tremendo terremoto, que sembró de muerte la inminente llegada de una nueva contienda futbolística. A pesar del inmenso dramatismo que le tocó atravesar en esos momentos, Diego tenía un recuerdo bello de aquel histórico Mundial:
“Fue el más hermoso de todos los que cubrí. Primero, porque era un momento en que el nivel del fútbol mundial estaba muy alto. A ese campeonato fueron equipos de primerísima línea: Inglaterra, que fue a defender el título ganado en 1966, y luego Alemania, Italia y Brasil, que tenían un valor futbolístico superior. También había una segunda línea de equipos fenomenales: Rusia, Bélgica, Perú –que había eliminado a Argentina–, Uruguay –capitaneado por el Negro Cubillas. Futbolísticamente ese campeonato fue excepcional. Pero además hay que agregar que el pueblo mexicano generosamente contribuyó a la belleza del acontecimiento, vistiendo sus trajes regionales y haciendo de cada partido una fiesta, a pesar del drama que terminaban de vivir. Fue muy emocionante”.
Diego Lucero falleció el 3 de junio de 1995, cuando, como escribió un colega, decidió “rajarse pa’ las estrellas”, pero casi como avisándonos lo que ahora se viene en tierras rusas, nos aportó esta sentencia para ir palpitando lo que viviremos a partir del jueves 14:
“Cuando los rusos entraron a competir en el campo internacional, Lev Yashin –la Araña Negra– fue, de entrada, figura dominante. Altísimo arquero, atlético, elástico, elegante, malla negra, lompa negro, medias negras, tamangos negros, gorra negra, guantes negros y una serena expresión en su rostro huesudo y serio (…) Porque los rusos no están para risas, ni aun jugando al fúlbo”.