Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
Carlos “Oveja” Valladares
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]XIV.[/mks_dropcap]La superficie del mundo estaba hecha de baldosas. Andaba por las calles de la ciudad sin sacar la vista del suelo. Siempre llevaba algo bajo el brazo. Un libro. Una carpeta. Un disco. Un atado de panfletos. Una revista. Un diario. Una flauta de pan. Un paquete de petardos. Una botella de litro de ácido sulfúrico.
Blazer azul de lana, vaqueros, mocasines negros y gastados, y, según la hora, una lamida de gomina. Caminaba de cabeza gacha. Como que la mirada le mandaba a la cabeza. O la cabeza le obedecía a la mirada. O a los pensamientos. Vivía con la impresión de haber galopado una década en un día. Chiche se reía. Le pasaba lo mismo. Y los dos reíamos y esas risas de Chiche son las únicas que recuerdo, las únicas risas de Chiche que siempre recordaré. La risa compinche de andar juntos una linda porción de días en un par de horas. Las reuniones con Chiche, Lennon y Tony eran un banquete. Cualquier café de quince minutos en alguna de las confiterías pitucas del barrio del Sarmiento con ellos era algo especular, nada teatro, nada impostura. Por momentos hablábamos de cualquier tema con seriedad y de repente empezábamos a reírnos de nosotros mismos. Salvo Chiche, que ponía los codos sobre la mesa y nos miraba con una mezcla de indiferencia y pena. Habitábamos una esfera única e impar en la que se respiraba una atmósfera de lujuria de los sentidos. Como en los buenos cuentos, o, mejor dicho, en los cuentos de final feliz. Nada malo nos iba a pasar. Todo sería un mar de risas y bienestar y gozo. Melodía del deseo. Todo iba a salir bien porque nosotros éramos los buenos y los otros eran los malos, y por lo tanto los perdedores. Al final de cuentas resultaron más confiables los malos, ¿no? A veces la confianza no tiene tanto que ver con el afecto como con la sumisión, el temor. Uno se pasa la vida confiando en personas en las que nunca debería confiar pero termina haciéndolo porque te causa un poco de temor decir que no confiás en ellas. La mejor manera de hacer que confíen en vos es hacerles saber que si no confían en vos la van a pasar mal, pero muy mal. Que ni doctrina de iglesia. Y está bien, confiaron en esos tipos. ¿Buenos? ¿Malos? Ah, eso de la lucha de la bondad contra la maldad. De la justicia contra la injusticia. La razón, en ese tipo de batallas, es un charco en el que uno tiene la suerte de meter el pie de vez en cuando. Por eso no vale la pena gastar el tiempo en disquisiciones morales.
Jamás llegaremos a tener noción más o menos cierta de la edad que en realidad tenemos. Son los otros, las palabras y la mirada de los otros, los guiños y el concierto de los ojos de los otros, lo que nos hacen caer de golpe en los años, en la auténtica e inefable edad que nos abraza. Ahora, mientras te cuento estas historias, en tanto procuro deshilvanar retazos de aquellos años, te juro que tengo veinte, veintiuno. No caigo. Me parece que nunca voy a caer.
Anoche me puse a leer de nuevo, al azar, algunas páginas de La caverna, de Saramago: “Empezar por el principio, como si ese principio fuese la punta siempre visible de un hilo mal enrollado del que basta tirar y seguir tirando para llegar a la otra punta, la del final, y como si, entre la primera y la segunda, hubiésemos tenido en las manos un hilo liso y continuo del que no ha sido preciso deshacer nudos ni desenredar marañas, cosa imposible en la vida de los ovillos y, si otra frase de efecto es permitida, en los ovillos de la vida”.
Cada una de nuestras palabras, de nuestras acciones, estaba fundada en una razón inequívoca. La construcción de la patria socialista. La propagación del bien y el combate a muerte contra el mal. El que no pensaba de ese modo era un ingenuo, un idiota útil al sistema, en el mejor de los casos, o un tipo de pensamiento desvencijado, un refractario. Lo justo era lo justo. Lo que se nos antojaba justo. Y que no vinieran después a decirnos que no se lo habíamos advertido. Faltaría más. Creíamos en la potencia y la clarividencia y penetración de nuestra voz con una intensidad casi depravada. Eramos miles de jóvenes en todo el país. Estábamos sentando las bases de una revolución. Ah, ese inescrutable estremecimiento que te causa la certeza de saber que el desmoronamiento del capitalismo, la vindicación y victoria de los condenados de la tierra, con nuestras columnas revolucionarias a la cabeza, estaba a la vuelta de la esquina. Nadie nos mandaba. Nadie nos ordenaba qué pensar, qué decir. Lo que de veras importaba estaba ocurriendo al otro lado del portón del colegio. En los barrios, en las villas, en las fábricas. Me causaba vergüenza ser estudiante, vivir en barrio de gente paqueta, aunque tuviera que trabajar unas horas por día y comprarme y lavarme los calzoncillos y las medias y vestir las camisas y los sacos que mis hermanos mayores iban haciendo a un lado.
En la primera semana de julio de 1974 el Oveja llegó en un Citroen de ratón al departamento de la calle Paraguay. Me invita a La Plata, a un acto de la JTP. Tiene que hablarle a la militancia de su experiencia gremial en los cañaverales y del nuevo sindicalismo revolucionario. Maneja de morir. En el viaje me muestra un panfleto de la Triple A. Otro, uno más. Mantiene el primer lugar en la nómina de condenados a muerte en Tucumán. Una y otra vez leo el panfleto sin ocultar el embobamiento que me excita la situación. Me enorgullece viajar al lado de un hombre de esa envergadura en un auto viejo y arruinado, camino de un acto de trabajadores en una ciudad en la que nunca antes he puesto las patas. ¡La vida no es fácil, changuito!, ríe. Siempre ríe. Aunque sus labios tengan la apariencia de sonrisa, ahí, dentro, en los flecos y por entre los flecos de su bigote, y en sus ojos claros que burlan la pared de los anteojos de marco grueso y negro, hay explosión enérgica. Me cuenta que consiguió ese coche porque ahora trabaja de viajante de una editorial; debe recorrer todo el país, ofrecer y vender libros, un buen trabajo, sin horarios fijos, sin patrón a cara lavada, y pela una tarjeta de un bolsillo de la campera color caqui:
Augusto Valle
Vendedor, representante Editorial Losada
Si querés, changuito, tengo una enciclopedia de la naturaleza, a buen precio, así podés ver de dónde venimos y hacia dónde vamos.
En el acto de La Plata había militantes del peronismo revolucionario a centenares. Lo vi subir a un tablado por una escalera de pocos escalones. Lo escuché decir:
“Hoy, el pueblo peronista se enfrenta con preocupación al avance, al copamiento de nuestro movimiento por parte de lo más podrido, de lo más traidor, por parte de aquellos que, disfrazándose de ortodoxos peronistas, día a día atentan contra lo que el pueblo votó. Pero Juventud Trabajadora Peronista, compañeros, no se va a poner a llorar, porque no surgió para llorar, surgió para luchar.
“En este acto, Juventud Trabajadora Peronista quiere remarcar lo que sentimos en lo más profundo de nuestro compromiso revolucionario. JTP piensa que estos actos son altamente positivos, pero no sirven de nada si mañana mismo los compañeros no saben llevar a la práctica lo que nuestra línea nos está indicando y lo que la realidad nos está exigiendo. Nosotros, compañeros, no necesitamos cinco, diez o quince activistas más en cada fábrica. Lo que Juventud Trabajadora Peronista necesita, porque es el pueblo trabajador, es toda la fábrica, es el control político de nuestras colonias, de nuestras fábricas y de todo lugar donde un hombre pone el lomo para que se enriquezca un patrón.
“De nada sirve, compañeros, la lucha por recuperar los sindicatos, si a esos sindicatos, que hemos ido arrancando de las garras de la burocracia, a pesar de los matones, de las leyes y de los tránsfugas metidos en el gobierno popular, no los sabemos hacer jugar para la liberación”.
Como en un diálogo coral los militantes se pusieron a cantar: “¡Se va a acabar, se va a acabar, la burocracia sindical!”, “¡Rucci, traidor, saludos a Vandor!”, y otros cánticos de esa naturaleza. Ganas de decirles a todos los que me rodeaban que él era mi amigo, mi compañero; que después de ese acto nos iríamos juntos en el Citroen y tomaríamos una cerveza en mi casa y jugaríamos a la generala con mamá y luego él se echaría a dormir en mi cuarto y hablaríamos de la vida y la entrega y el compromiso revolucionario buena parte de la noche, hasta que el cansancio nos tumbara.
(En diciembre la Triple A le destruyó su casa en San Miguel de Tucumán con una bomba. Dos semanas después de la bomba lo acusaron de subversión y lo encerraron en la cárcel de Devoto. En octubre de 1975 el gobierno de Isabel le dio la opción de irse del país, como a muchos detenidos. Volvió, clandestino, en enero de 1976)