La desopilante interpretación de los hechos que hacen nuestros gobernantes y el gran periodismo de la Argentina me trae a la memoria la pequeñez, divertida, escandalosamente entretenida, del decreto que lanzó años atrás el alcalde de Sarpourenx, pueblo minúsculo de los Pirineos Atlánticos, en el suroeste de Francia, donde rige la prohibición de morir. “No puedo enterrar [sic] a más gente”, dijo el alcalde, Gérard Lalanne, sin ocultar la pesadumbre. “Al primer muerto que llegue, lo mando al prefecto, el representante del Estado”. Y acto seguido decretó: “Artículo 1. Queda prohibido a cualquier persona que no tuviere una plaza en el cementerio y deseare ser inhumada en Sarpourenx, fallecer en el municipio. Artículo 2. Los infractores serán severamente sancionados por sus actos». Es que en el cementerio de Sarpourenx, de cuatrocientos metros cuadrados, ya no había cabida para cuerpo alguno.
Prohibido decir, discernir, reflexionar, gente. Porque si uno piensa y dice, enterrarán tus palabras en otro lado. Ya no hay espacio en el cementerio del raciocinio nacional.