Este hombre que al parecer preside un país, sufre la tara del exiliado. No por haber tenido que huir del país alguna vez por razón alguna. No precisamente. Se comporta a la manera de una persona exiliada. Como el señor Wakefield, protagonista del cuento de Nathaniel Hawthorne, que un buen día le dice a la mujer que debe viajar una semana por cuestiones de trabajo, que muy pronto estará de regreso, y casi sin proponérselo abre la puerta de su casa, camina poco más de una cuadra con una pequeña valija a cuestas, y se instala en la habitación de una casa de alquiler, a metros de la suya, durante veinte años, con el único propósito de observar la vida de su familia sin su presencia, sin su existencia. Sin poner en juego su responsabilidad.
Borges, en una conferencia de 1952, dedicada a la obra de Hawthorne, describe al señor Wakefield como “un hombre sosegado, tímidamente vanidoso, egoísta, propenso a misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes; un hombre tibio, de gran pobreza imaginativa y mental, pero capaz de largas y ociosas e inconclusas y vagas meditaciones; un marido constante, defendido por la pereza”.
En una de las últimas líneas del relato, escribe Hawthorne: “En fin, deseésmole a Wakefield buenas noches”.