«No hay justicia si hay sufrimiento, no hay justicia si hay temor,
y si nosotros siempre nos doblamos. Kaô Cabecielle Xangô Obá-Iná»
Oba Ina en Meta – 2011 Kiko Dinucci, Juçara Marcal y Thiago França.
Por Helena Silvestre (Revista Amazonas) | Muchos amigos y amigas están perplejos, indignados y tristes. Simplemente no pueden creer que Bolsonaro –ícono de la misoginia, del racismo, del autoritarismo, de la LGBTfobia, y otras ideologías fascistas– fue conducido a la segunda vuelta de las elecciones con el 46,03% de los votos.
¿Cómo? Es lo que se preguntan. ¿Cómo alguien con ideas que representan el odio y el belicismo abierto contra todo lo que constituye lo que llamamos «pueblo», puede ser tan votado por este pueblo? La pregunta tiene sentido, aunque no es efectiva en permitir una reflexión que pide que nos desplacemos a percibir el mundo desde otros ojos, diferentes de los nuestros, para comprender en medio de qué estamos y, comprendiendo, recoger herramientas para definir la mejor forma de actuar y posicionarnos ante la catástrofe en curso.
Sí, la catástrofe está en curso; pero eso no es de hoy y estas elecciones –aunque sean un capítulo siniestro de la tragedia– son la exacerbación de lo que hemos vivido desde hace muchos años. Gane Bolsonaro o no, el hecho es que hubo millones de personas que le entregaron su intención de voto, demostración de que las ideas conservadoras y prejuiciosas del candidato ganaron espacio en la sociedad brasileña. ¿De verdad? ¿Será que ahora estas ideas ganaron espacio? ¿O es que estas ideas siempre han estado bastante vivas en la indiferencia, por ejemplo, al genocidio permanente del pueblo negro y periférico? Un fenómeno como éste no nace días o meses antes de las elecciones, es fomentado permanentemente, incluso en nosotros, hasta que explota en eventos que se presentan como inesperados incluso a aquellos que buscan pensar la realidad.
En resumen, el hecho político de estar Bolsonaro en la segunda vuelta de las elecciones expresa, de forma distorsionada –como en general las elecciones expresan– el desgaste de la confianza de las personas en la democracia representativa como solución de los problemas sociales que asolan el país.
Números
El candidato Bolsonaro obtuvo el 46,03% de los votos válidos, lo que representa un total de 49 millones de electores. Obtuvo la mayor votación por estado en la mayoría de los estados de Brasil, con excepción de la región Nordeste, donde Haddad obtuvo mayor número de votos. Con su votación expresiva, el militar logró ampliar la bancada de este partido de alquiler, saltando de 1 a 52 congresistas.
Sin embargo, pese al enorme crecimiento de su número de parlamentarios, el PT también eligió una gran bancada y cuenta con 56 parlamentarios electos, constituyendo la mayor representación de un partido en el Congreso. Si se mira numéricamente en su conjunto, se conquistó una bancada numéricamente significativa por parte de la “izquierda institucional”. La fragmentación de candidatos en la primera vuelta, con las figuras de Ciro Gomes, Marina Silva, Geraldo Alckmin, Amoedo y Daciolo, también sacaron votos que eligieron bancadas menores. La composición del Congreso será correspondiente a lo que estos partidos lograron electoralmente.
En la segunda vuelta de las elecciones se presentará una gran coalición con varios de estos sectores integrando un frente electoral amplio contra Jair Bolsonaro.
Brasil tiene más de 208 millones de personas y, entre ellas, 147 millones son electores que estaban aptos para votar en la primera vuelta. La cantidad de votos de cada candidato noticiada a través de porcentajes no deja ver que, a diferencia de lo que parece ser a primera vista, no fue casi la mitad de los brasileños los que votaron a este radical de ultra-derecha. De los 147 millones habilitados para votar, el 20,3% no fue a las urnas, contabilizando un total de casi 30 millones de personas. Entre los votos válidos, el 6,14% de la población votó nulo (9 millones de personas) y el 2,65% votaron en blanco (3 millones y medio de personas). En total, de los 147 millones convocados a participar en la fiesta de la democracia, más de 29 millones de personas dejaron la invitación guardada por no reconocerse entre los invitados.
El número de abstenciones en las elecciones viene aumentando en Brasil. El voto obligatorio es una infeliz cadena que aún no deja ver, de hecho, la cantidad de personas que creen y se mueven de forma voluntaria para hacer ocurrir el proceso representativo electoral periódicamente. Sólo en 1998 (después de un proceso de desgaste duro con la democracia, pasando por el impeachment de Collor, por la asunción de Itamar Franco y después por la elección del liberal Fernando Henrique Cardoso) el número de abstenciones fue tan elevado.
Un quinto de las personas invitadas abdicó de bailar en la fiesta democrática. Democracia desacreditada en la que el militar ultra-conservador recaudó 19 millones de votos más que el joven liberal de narrativa progresista.
El desgaste de la democracia representativa tal como la conocemos como vía alternativa a las molestias de la vida cotidiana tiene sus orígenes en procesos que ocurrieron, sin embargo, bien antes de las elecciones y sólo así se pueden comprender muchos de estos números.
De las Jornadas de lucha por el transporte en junio de 2013 hasta ahora
La primera vuelta de las elecciones presidenciales estuvo envuelta por un clima absolutamente tenso en el que sentimos miedo y voluntad de pelear al mismo tiempo. Nuestros violentos impulsos de supervivencia aflorados (y bastante confusos bajo la presión del bombardeo mediático oficial y/o alternativo) se pusieron en las calles, en las discusiones en los boliches, o en los almuerzos de familia.
Desde 2013, estamos abiertamente insertados en una crisis política que no termina. La desconfianza respecto de las instituciones del régimen es muy grande y la democracia representativa viene siendo desacreditada bajo las balas de la policía militar que exterminan paulatinamente a un número de negros y negras, indígenas y pobres periféricos mayor que la dictadura civil-militar brasilera.
La expresión de la crisis económica mundial llegó a Brasil y generó desgaste en la popularidad de un gobierno que se asentó en la pacificación política (construida sobre la perspectiva de conciliación entre clases), popularidad que los gobiernos del PT pudieron sostener –a pesar de gobernar para el capital– a través de la inclusión de segmentos de trabajadores pobres en el mercado como nuevos consumidores, ampliando el endeudamiento y el acceso a bienes que han sido cada vez más privatizados, como educación, vivienda y salud, o transferidos a la esfera individual, como en el caso del transporte asociado a la política de acceso a la compra de vehículos.
Los sectores sociales, recién insertos en ese lugar de nuevos consumidores-endeudados, asimilaron como real la ilusión con una aparente emergencia de desarrollo para todos, ya que ella parecía encontrar cuerpo físico en ellos mismos, materializada en su propia trayectoria individual ascendente, hacia la universidad, al coche nuevo y al empleo precario pero formal.
Todo esto realmente sucedió pero, a pesar de haber ampliado los márgenes del mercado consumidor, de tan insuficientes, las políticas de los gobiernos del PT ni siquiera alcanzaron el grueso de la población que necesitaba ser «incluida» (mismo en esta anémica política social).
La pobreza siguió siendo exterminada en matanzas mensuales esparcidas por las periferias de todo el país, los informales y los ambulantes –aumentando en velocidad correspondiente al desempleo– son cada vez más reprimidos y vigilados, la ley antiterror, la criminalización de las drogas y el aborto, el avance del agronegocio sobre la naturaleza y comunidades de pueblos de la tierra, el ejército en las favelas, el encarcelamiento masivo y el fortalecimiento del carácter punitivista del estado penal brasileño se profundizaron durante los años de gobierno del PT sin que los recién insertos en los márgenes del consumo se solidarizasen con quienes estaban en condiciones aún más vulnerables a las oscilaciones del capital. El cebo de cambio de clase.
El discurso de desarrollo y derechos para todos era propagado por el gobierno como fórmula justa en que, tanto los más pobres como el gran capital, saldría siempre beneficiado. Los que pudieron ser «incluidos» se veían a sí mismos y su breve emergencia como prueba de la justicia de este discurso, relegando a los no «incluidos» la responsabilidad por su «no inclusión», ya tan bien expresada en los términos del machismo, del racismo, la xenofobia, la LGBTfobia y la meritocracia. No sorprende, por tanto, que ideas conservadoras no combatidas desde el aparato institucional de Estado (cediendo siempre al discurso religioso) se hayan fortalecido entre la población.
Los impactos de la crisis económica han encontrado una grave perturbación política, cierta incredulidad en los caminos de solución por dentro del orden y una izquierda incapaz de realizar una crítica radical al modus operandi de la política institucional, desarrollista y progresista, incapaz de articular un proyecto que presentara ruptura con el orden, con la cual la propia izquierda se confundió a lo largo del período de tres mandatos.
La agudización de la crisis aceleró la corrosión de la influencia del PT –que pasó a ser traducible únicamente en la esfera económica de consumo de bienes–, pero no generó sectores que lograran organizarse colectivamente para disputar la desilusión en las instituciones en el sentido de fomentar los elementos contradictoriamente más rebeldes que esa desilusión actúa.
Esta desilusión, inmóvil y silenciosa, no sonaba disonante al consenso social hegemónico hasta que las manifestaciones de junio de 2013 contra el aumento de las tarifas de transporte colectivo hicieron estallar en las calles la revuelta que, efectivamente, unificó a los «no incluidos» (porque son estos los más afectados por la tuerca política de transportes, en la medida en que se concentran en las favelas y regiones más inaccesibles de las intransitables metrópolis) y a algunos de los «recién incluidos» que, con la crisis, vieron su trayectoria emergente encontrar el colapso (como los jóvenes formados en la enseñanza superior de universidades privadas consideradas como de segunda clase a través de programas de gobierno –que transfirieron dinero público a los barones de la educación privada– pero que no pudieron insertarse en el mercado de trabajo en sus áreas de estudio o, como máximo, accedieron a puestos de trabajo violentamente precarizados, admitiendo una contradicción en la lógica del «Estudie, trabaje, esfuércese, que usted consigue». Ellos no estaban consiguiendo mucho).
Hubo elecciones después de 2013 y, en varias regiones donde acaba de ganar la ultraderecha, el PT fue cuatro años atrás el mejor votado. Eligieron nuevamente a Rousseff quien, sin embargo, inició su gobierno restringiendo el acceso al PIS1 el seguro de desempleo y la asignación salarial para hablar de políticas de ajuste con gran impacto entre los ya desasistidos por el Estado.
La poca diferencia entre las gestiones de los PTistas y las conservadoras en el momento de la crisis y el ajuste colaboró en la identificación de todos los partidos del orden como lo mismo. Y fue contra todo y contra todos que junio explotó salvaje y confusamente en las movilizaciones, lo que fue secuestrado posteriormente por la derecha, que fue a las calles a disputar el sentido de la revuelta mientras el PT condenaba las manifestaciones como irresponsables porque no estaban organizadas según sus propios criterios de lo que es estar organizado o no.
Los más vulnerables a la crisis no encontraban en ningún discurso de crítica al PTismo los elementos de radicalidad que buscaban, empujados por el odio, el desempleo, el bombardeo ideológico y la incredulidad en las instituciones.
Ni el PT ni el PSDB parecían encontrar gran eco en esa multitud revuelta de 2013, en las huelgas de basureros, en las escuelas secundarias tomadas por estudiantes o en los “rolezinhos”2. Ni izquierda ni derecha, términos que parecían no significar mucho.
La burguesía, entonces, no necesitaba del PT para nada más. Si él ya no era capaz de calmar, con reuniones y símbolos, la revuelta de las calles, ¿para qué serviría el PT? Si fueron capaces de hacerlo sólo cuando la economía internacional permitía migajas sociales y ganancia récord a los bancos, no eran más útiles en el árido escenario de ajuste duro y ataque a los derechos que el capital internacional imponía con su agenda de «recuperación de la crisis».
Con el secuestro de la revuelta hacia una nueva canalización por dentro del orden, la corrupción se convirtió en el vértice del debate político nacional y la idea de que todos son corruptos se instaló tan rápido que el antiguo dicho de la derecha malufista, «roba pero hace», se popularizó también entre activistas de izquierda al defender a sus candidatos.
La caza a los corruptos estaba abierta aunque, siguiendo el padrón de democracia brasileña, sólo la caza a algunos corruptos estaba abierta. A otros no, como siempre.
El pueblo más pobre no salió a las calles para derribar a Dilma Roussef. Sin embargo, el pueblo más pobre tampoco fue a las calles a impedir su caída o luchar en su defensa. El PT perdió su capacidad más interesante para el capital: la de calmar los movimientos insurgentes, integrándolos –inmovilizados– al Estado. El otro lado de la misma moneda es que esta pérdida se dio exactamente porque el PT optó por ser el gestor del capital, contra los trabajadores, aunque no estaba todo el tiempo enfrentado con ellos, ya que hubo momentos en que las políticas asistenciales eran posibles sin tocar las ganancias del capital.
Luego vino el impeachment, y Michel Temer degradó aún más la confianza en la posible salida democrática al mismo tiempo que imprimía golpes a los trabajadores.
Violencia, seguridad, racismo, machismo
Desde entonces, muchas luchas siguen ocurriendo.
Una huelga general contra la aprobación de la propuesta de reforma previsional –que precarizaba mucho más a los ya vulnerables– fue construida y tuvo una fuerza de paralización impresionante en las grandes capitales brasileñas.
Los indígenas guaraníes del pico del Jaraguá tomaron las torres de comunicación y dejaron sin señal de TV a más de 600 mil personas, haciendo que el gobierno provincial de São Paulo (de Geraldo Alckmin) retrocediera de la privatización del parque estatal del Jaraguá.
Las movilizaciones de las mujeres siguieron ocurriendo: en defensa de la legalización del aborto, movilizadas en repudio a episodios de machismo (como lo que se hizo notorio del sujeto que eyaculó sobre una joven mujer dentro de un autobús y fue liberado por el juez que consideró su violencia como «acción sin consentimiento») y con manifestaciones y huelgas radicales en cada marzo.
El avance de la lucha de las mujeres –una de las discusiones que se arraigaron en nuestra sociedad hace pocas décadas pero que parece no enfriarse y tomar un aliento nuevo a partir de debates que postulan la situación de negras e indígenas, la relación de la dominación de las mujeres con la dominación de los territorios, la quiebra de los patrones de conducta y estética y la descolonización– parece haber fragilizado la representación de lo que es masculinidad en nuestra sociedad y, ante ese sacudón, un candidato hombre, blanco, conservador, religioso, machista y misógino parece plasmar el intento irascible de reponer las «cosas en su lugar».
El machismo, como parte de la lógica de funcionamiento social a la que estamos expuestos y sometidos, fue alimentado como fórmula racionalizada de la justificación de injusticias por tanto tiempo que, ahora -aún cuando es cuestionado, aún cuando es sacudido por la marea feminista que ronda varios países y contextos que se asocian a momentos de ascenso y explosión de luchas en las calles-, todavía se utiliza su modus operandi tradicional para intentar reestructurarse como ideología organizadora del caos, de la «ausencia de valores, ausencia de dios, ausencia de la familia y de las tradiciones».
La convivencia terrorífica con la misoginia de Bolsonaro tal vez se explique si pensamos que Brasil es uno de los países que más mujeres mata, que los recursos necesarios para una digna implantación de la ley Maria da Penha (una ley que lucha contra la violencia doméstica) nunca llegaron, que el Estado nunca postuló seriamente la legalización del aborto y que las mujeres asesinadas todos los días son en su mayoría pobres y no blancas, invisibles incluso para la social democracia operando desde el Estado o como oposición electoral al grupo en el Estado. Así, la connivencia con la misoginia –que Bolsonaro exacerba en su discurso– no es, tampoco, de ahora. Bolsonaro es una exacerbación de la enfermedad que vivimos democracia adentro.
Las mujeres negras han sido protagonistas de durísimas luchas contra políticas que atravesaron gobiernos muy diferentes entre sí. Como ejemplo de ello se podría hablar del enfrentamiento a la política de privatización del derecho a la vivienda, haciéndolo mercancía consumible por sectores «incluidos» pero al que sólo acceden las «no incluidas» por la vía de ocupaciones de tierra donde las mujeres no blancas son mayoría (pesado aquí el hecho de que, por regla general, son representadas por hombres, blancos, oriundos de los sectores medios) y donde cuestionan la propiedad privada en acto.
Aún observando los procesos de resistencia donde están insertas, se puede percibir que cuestiones centrales sobre la violencia de Estado, como el encarcelamiento y el exterminio de la población negra, han sido tomadas en las manos de, precisamente, mujeres negras y pobres.
Son las madres de mayo, son mujeres organizadas en asociaciones de amigos y familiares de personas privadas de libertad. Ellas, las mujeres negras por quienes los progresistas nunca temieron o se lamentaron, fueron las únicas en recuperar desde el punto de vista radical la discusión sobre el tema de la seguridad pública.
Es inevitable hablar de seguridad pública cuando tocamos el tema del racismo que, en Brasil, es alimentado desde hace 500 años. La esclavitud es una llaga en la carne de la población negra sangrando hasta hoy entre callejones en favelas, trabajando más y recibiendo menos, golpeados por ataques que ni siquiera pueden ser denunciados porque no son considerados crímenes, o aún pudriéndose en las cárceles.
Nuestra población ni siquiera se reconoce como negra, indígena o afro-indígena y las anémicas políticas de cuotas en las universidades públicas o entre los trabajadores del Estado no alteraron el exterminio y encarcelamiento estructural, haciendo que algunos sectores de «negros incluidos» se distanciaran o moderaran sus propuestas de país en relación al conjunto de los negros «no incluidos».
Aquí, otra vez, podemos percibir la continuidad de la postura connivente con el racismo. El que no combate el racismo colabora con él y la izquierda tradicional, distanciada de las presiones sufridas por los más pobres, se acercó a los debates de raza y género con la óptica oportunista de creación de nichos electorales que pudieran catapultar a sus candidatos al Parlamento, engrosando sus bancadas. La connivencia con el racismo tampoco es de ahora y muchos de nosotros hemos escuchado, al menos por los últimos dos años, que la culpa es del pueblo «burro, ignorante y que no sabe votar». La culpabilización de la víctima es una lógica que se observó en el machismo, en el racismo y parece extender sus tentáculos al pensamiento que se dice progresista.
De los límites de la democracia burguesa en un país colonizado
La democracia burguesa, en Brasil, no puede ser pensada sin acoger el hecho histórico de la esclavitud de negros e indígenas. El mito de la democracia racial afirmaba que blancos y negros serían iguales, que los negros y negras serían libres, y la abolición se produjo después de muchas revueltas ahogadas en sangre negra. La violencia es siempre una marca de los países que fueron atravesados por la diáspora negra forzada.
Liberados de su condición de mercancías vendibles a la vista, los negros y negras fueron incorporados como explotados de segunda clase, aún más subalternizados que el conjunto de los trabajadores en general. El mito de la democracia racial seguramente formó la concepción de democracia a la que estamos sometidos: la fórmula democrática es la mejor apariencia del engaño. Ella hace que los explotados legitimen su explotación, hace que participen del arreglo en que son subalternizados colocándonos –como en el mercado, para vender nuestra fuerza de trabajo– en posición aparentemente igual a la de nuestro explotador, dueño, señor o presidente.
Lo que se acordó denominar «izquierda» dejó de articular su actuación cotidiana con la perspectiva de ruptura con el Estado burgués. Es buscando llegar a él que operan y se posicionan, es tratando de salvarlo del descrédito que retroceden en sus proposiciones cada vez que el pueblo pobre rompe todo en las calles, en revuelta y violencia.
Esta idea de democracia como camino y arreglo superior de organización social -que buena parte de las izquierdas buscan y afirman en sus programas- es reflejada en un breve momento de excepción, que ocurrió durante algunas décadas, en una parte del mundo, más precisamente en Europa (y luego un poco en los Estados Unidos) y que incluso tardó, por ejemplo, en abarcar hasta las mujeres blancas.
La democracia que se afirma en el rumbo del desarrollo-económico-integración-por-estado, que se postula como salida general a los problemas de la humanidad, es una formulación occidental que nunca se generalizó porque sólo existió a costa de la sangre de continentes enteros.
Esa sangre que brota en nuestras calles ha sido banalizada por el Estado y tratada sin ninguna elaboración especial por parte de las izquierdas (mayormente blancas) por mucho tiempo. El fenómeno del fascismo es en sí muy peligroso, es verdad, el fenómeno del fascismo está presente como elemento constitutivo de las democracias burguesas (sobre todo en países colonizados) y se presenta como el narcisismo que pretende destruir y eliminar todo aquello con lo que el ego no se identifica.
El mantenimiento del encarcelamiento, del racismo institucional, de las policías militares, del monopolio de la violencia en manos del Estado capitalista o de sus co-gestores para-estatales, ha dejado de ser punto de elaboración esencial de los progresistas y, en medio del caos de la vida colapsada con las políticas de ajuste, es el tema que quedó, al menos públicamente, sólo en las propuestas fascistas de la ultraderecha. Ninguna de las «izquierdas» pleiteantes en el circo electoral tuvo la osadía de postular el debate de la seguridad y del armamento, del fin de la policía militar y del derecho a la autodefensa del pueblo3.
En realidad, una conversación de sordos se cristalizó entre dos claques: prisión o no prisión para los corruptos. Y todos dieron su módica colaboración para una aún mayor judicialización y militarización de la elaboración política.
Estamos ante la democracia en su cara más visceral, aquella que acoge al fascista como candidato a ser elegido democráticamente. ¿Qué tipo de locura es esa? Pues me parece, al final, que es ésta la esencia de nuestra democracia y nos asusta percibir que fue, desde adentro de ella misma, que se ha producido esta excrecencia que es, en realidad, la imagen incómoda de aquello que hemos silenciosamente tolerado.
Kaô Cabecielle4 – Preparar la batalla
Tengo muchas dudas sobre la posibilidad de invertir el cuadro electoral. Lo que más me sorprendió fue el rechazo al PT. Debo confesar que el discurso de Bolsonaro siempre ha preocupado a todos pero yo, en particular, subestimé este anti-PTismo. Contra él también hay que luchar, puesto que encarnar en un partido del orden el origen de nuestros problemas nos juega otra vez en los caminos democrático-burgueses.
Hay elementos importantes que deben ser considerados como, por ejemplo, el posicionamiento de los sectores más reaccionarios del PSDB (Alckmin) explicando al empresariado paulista que elegir al militar va a lanzar al país a un escenario menos rentable a la acumulación.
No es imposible que una inversión ocurra pero el riesgo de elección de Bolsonaro es ahora efectivo.
Sin embargo, independientemente del resultado de las elecciones, lo que nos espera es una situación terrible y aún más violenta justamente para nosotros, negros, negras, trabajadores y pobres, donde la polarización social entre las clases, desbordando el período electoral, se generalice con enfrentamientos cuerpo a cuerpo.
Es necesario moverse y tomar las calles. Aquellos que las abandonaron durante los últimos quince años tienen que volver a ellas, pero tengo dudas sobre cómo reaccionan al encontrarse con la realidad compleja e intraducible en sus categorías analíticas puras. También tengo dudas de la popularidad que conseguirá recoger su anémico proyecto de mundo donde los negros y favelados figuran otra vez siendo asesinados mientras compran coches a través de financiamiento.
Lo que fue abierto con la ascensión rápida del apoyo al fascista no puede ser combatido en las urnas, es en las calles que necesita ser combatido, es con articulación, con solidaridad entre trabajadores, negros, pobres, favelados. Es necesario organizar la autodefensa de nuestra gente, hay que prepararse para un combate en que nos ponemos como no dispuestos a perder a ninguno de nuestros maestros, ya sea a través de 12 puñaladas5, o de 12 años de engaño y apaciguamiento. Nosotras, las mujeres, necesitamos organizar nuestra autodefensa, no podemos dejar que ninguna otra marca de hierro y fuego sea impresa en nuestras carnes marcadas hace 500 años por el capital.
Esta práctica de resistencia-enfrentamiento es inmediata. Dentro de ella habrá unidad de sectores del activismo muy diferentes entre sí. A mí me parece que tendrán más éxito en organizar y luchar –más allá de las elecciones– aquellos que no tengan miedo de posicionarse abiertamente contra la idea de que esta democracia es el mejor lugar al que podemos llegar.
Creo que las relaciones de confianza serán más fácilmente fomentadas por los que se atrevan a hablar sobre el derecho del pueblo negro a defenderse, del derecho de las mujeres a defenderse, del derecho de los trabajadores a defenderse. El pacifismo oculta, en su grito por la paz, nuestros cuerpos perforados por balas y cubiertos por sábanas en las callejuelas de nuestras favelas.
En este momento difícil, recuerdo la experiencia de los Panteras Negras (sobre la que tengo críticas fundadas) y pienso que si algo puede, a largo plazo, hacernos salir de la lamentable situación en que nos metemos democráticamente, ese algo debe ser radicalmente contra el orden establecido y el status quo, ese algo necesita denunciar todas las formas de fascismo y denunciar, incluso, los elementos fascistas que subsisten en la forma democrática burguesa cuando ésta es elaborada como única forma de organización social que sintetiza con neutralidad todas las necesidades de todos los pueblos. Idea de universal englobante de todas las distinciones y, por lo tanto, también narcisista.
Hay mucho miedo dispersado por el aire. Él toma nuestros pulmones y casi no conseguimos respirar envueltos en la niebla bélica que atraviesa las discusiones sobre nuestro futuro próximo. Es necesario organizarse y combatir construyendo huelgas y ocupaciones. Hay que salir a las calles y respirar. Es necesario tomar las calles y resistir. Es necesario confrontar y combatir. Es por la vida, por nuestras vidas.
Notas:
1. PIS, seguro desempleo y asignación salarial son planes de seguridad direccionados mayormente a trabajadores muy pobres
2. Luchas que explotaran por fuera de los sindicatos, movimientos y partidos, a veces encuentra de ellos.
3. El Atlas da Violencia 2017 trae algunos datos: 318 mil jóvenes entre 15 y 29 años fueron asesinados entre 2005 y 2015; de cada 100 víctimas, 71 son negras; entre 2005 y 2015 aumentó el número de mujeres negras víctimas de asesinato, saltando del 54% en 2005 al 63% en 2015.
4. Saludo al Orixá Xangô, Orixá que en las religiones de matriz afro representa la justicia
5. Un maestro de capoeira en Bahía, reconocido en todo Brasil, fue violentamente asesinado por un elector de Bolsonaro con 12 puñaladas.