Días atrás, desde el balcón, pude ver en el cielo una bandada de patos de plumaje azulado y pico amarillo. Y, en la pared lateral del balcón, un racimo de vaquitas de San Antonio, de lomo rojo con pintas blancas, y verdes y negras. A lo lejos vi el pelo grueso y rojo del Colorado Páez, el del kiosco de diarios de la esquina. Ya el sol empezaba a meterse a través de las rendijas de las persianas verdes del edificio de enfrente. Una señora en bata violeta regaba tres o cuatro macetas marrones.
Pena que ahora, me han dicho, hemos vuelto al negro y blanco, o al blanco y negro, que no es lo mismo pero es igual.
Patos de plumaje negro y pico blanco. Vaquitas de San Antonio blancas y negras. El pelo de Páez. Persianas negras. Bata blanca. Macetas negras.
Adiós colores y tonalidades. Hasta parece que el gris se ha convertido en un estado de ánimo pecaminoso. Y, quién sabe, el amanecer.
Me pregunto, nomás, y ahora qué diablos hacemos con nuestra vida, que siempre estuvo coloreada, a veces colores de terror, a veces de alegría, o de melancolía, pero siempre colores, o su ausencia? Digo, ¿qué hacemos con nuestra vida ahora pintada?
Estos tipos binarios pecan, además, de una torpeza sustantiva. Porque el blanco no podría ser ese color luz si no se pusieran de acuerdo el rojo, el verde y el azul en alumbrarlo. Y el negro no podría ser negro sin el favor del rojo, del amarillo, del azul. Es imposible abolir los colores.