La palabra es como un coso que a cada rato someten a mil interpretaciones. Entonces cada uno la usa de la manera que mejor le parece, o, diría Viñas, como le cuadra. Porque la palabra se convirtió en un artefacto, o, aventurando un poco de mayor precisión, en un artilugio; o cayó en un proceso de transformación y mutilación al que todavía no se le ha inventado una palabra que pueda definir este descalabro. Me refiero a esa secuencia de letras que gastó todo el tiempo de su vida, de su sonido, para convertirse en palabra, o cosa por el estilo, que nos permite nombrar las cosas, o comunicarnos, o cosa por el estilo, con otro. Si la palabra se convierte en imagen, a la palabra no lo queda más remedio que someterse a las miles de palabras que excita una imagen. La palabra conjeturada. Llamar a las cosas por su nombre (o por el que tenían hasta no hace mucho tiempo) conduce sin remedio ni muchas vueltas a situaciones amargas. ¿Capitalismo, opresión, oscurantismo, arbitrariedad, represión, ignorancia, soberbia, explotación, soberanía, tierra, democracia, discriminación, derechos…? Palabras, o seguidilla de letras, que han perdido toda significación. Ahora alcanzaron el estado disyuntivo de cosas y cositas, o cositos y cosos. Desde luego, todo esto no es más que una loca presuposición, o, más claro, un presupuesto.