Todo da la impresión de haber sido dispuesto con meticulosidad para brindarle a la escena un aire de suspensión de los sentidos, de somnolencia profunda. Cielo, barranca, y humareda; islas, silencio y río postrado.
A la derecha, no más de veinte metros, la escalera de piedra que conduce a la costa y en cuyo trayecto, en el segundo rellano, el visitante puede encontrar esa suerte de altar, mural gris sucio, de argamasa, con la inscripción: Rincón de Darwin. Visitado por el sabio en 1833. “Por la mañana temprano nos dirigimos a un sitio llamado punta Gorda”, refiere Darwin en ´Viaje de un naturalista alrededor del mundo´, “que forma un promontorio a orilla del río. En el camino nos proponemos encontrar un jaguar. Las huellas recientes de estos animales abundan por todas partes, pero no conseguimos dar la vuelta ni a uno solo. El río Uruguay, visto desde ese punto, presenta una magnífica masa de agua. Lo claro y lo rápido de la corriente hacen que el aspecto de este río sea muy superior al de su vecino, Paraná. En la margen opuesta, varios brazos de este último río desaguan en el Uruguay. Brillaba el sol y podía distinguirse con claridad el diferente color de ambos ríos”.
Es Punta Gorda, Nueva Palmira, Colonia, Uruguay.
En el vértice del delta, donde concurren para formar el Río de la Plata, pueden apreciarse los diversos y azarosos matices del Paraná y el Uruguay, que, según la reverberación del sol y la intensidad de las corrientes, van del pardo al verde marino, del cobrizo al azafranado. “Mar Dulce” resolvió denominar Solís a este ríomar sin márgenes visibles que nace en Punta Gorda, descarga veinte mil metros cúbicos de agua por segundo y tiene una superficie fluvial de treinta y cuatro mil kilómetros cuadrados, similar a la de Holanda; el tercero más caudaloso del mundo, después del Amazonas y el Congo. Mar dulce. acaso un oxímoron que actuó a la manera de cruel presagio latinoamericano: rica pobreza, miserable opulencia. Desmesurado continente de agua que en su historia guarda infinidad de misterios y leyendas; naufragios, epopeyas y célebres batallas fluviales; frustraciones y equívocos, como el de Solís, o el de Magallanes, que, en enero de 1520, al llegar a su desembocadura -donde, en el continente, ve levantarse un montículo sobre la llanura inabarcable, sitio al que llama “Montevidi”-, supone que es el mar tendiéndose hacia el oeste, en dirección a las Molucas, el ansiado paso al “mar del Sur”. Quince días gastará buscando en vano, ignorando que estaba en un río extraordinariamente caudaloso.
Desde el remanso del río Uruguay resulta difícil aceptar que aquellas islas delgadas, que brotaron treinta años atrás a cinco, seis kilómetros de esta orilla uruguaya, pertenecen a la Argentina, a otro país. El río Uruguay, “río de los pájaros pintados” como lo llamó Juan Zorrilla de San Martín echando mano de una interpretación lírica del término guaraní, no es un límite; es un trazo engañoso, de naturaleza fantasmagórica, a menudo invisible; enlaza, vincula, reúne, echa por tierra el concepto de frontera. Amalgama y le proporciona una identidad singular a esta región cargada de códigos y complicidades indescifrables; geografía litoral que los habitantes de uno y otro lado atraviesan campechanamente, una y otra vez, con el ánimo de conseguir un trabajo efímero, comprar un alimento más barato, transportar mercaderías de contrabando, buscar fortuna en el juego, satisfacer su sed de sexo, visitar algún pariente, cazar, pescar. “El río Uruguay”, dijo el poeta y cantante uruguayo Aníbal Sampayo, “es un tiento de plata cosiendo dos lonjas de un mismo cuero: Uruguay y Argentina. Por debajo del agua corre la tierra y esa es de todos, de los entrerrianos, los sanduceros, los correntinos, los misioneros, de toda esa gente que habita a orillas del Uruguay. El río y la historia nos han unido y no nos separa el chauvinismo, que en mi concepto no es más que un nacionalismo de derecha. De ahí al fascismo no hay más que un paso. La patria que querían Artigas, Bolívar o San Martín era la patria grande. No estaba dividida ni por fronteras ni por aduanas”.
La venta de colosales superficies de tierra a empresarios extranjeros, en particular argentinos de reputación sombría, es continua. Cuentan, desde luego, con la hospitalidad de lugareños y funcionarios públicos que nada preguntan, que nada controlan, porque las inversiones, presumen sin rodeos, significan progreso y empleo y bienestar; así las cosas, la tala de árboles es moneda corriente y el cercado de playas públicas un hábito que todos acogen en silencio. Los nuevos dueños de la tierra desvían el curso de arroyos a su antojo; desplazan médanos de uno a otro lado; contratan máquinas tremebundas y abren caminos o cavan canales donde y cuando lo desean; levantan muros en tierras públicas; construyen muelles privados adonde arriban, sin inspección aduanera alguna, yates suntuosos.
El sur del mundo se ha convertido en un generoso albergue de despojos, de residuos y desperdicios ponzoñosos; la tierra y el agua, en las presas más codiciadas de la mesopotamia argentina y el litoral uruguayo. Formidables plantaciones de pinos y eucaliptos, destinados a la producción de pulpa de celulosa, han desplazado a las tradicionales actividades agropecuarias; estupendas praderas corrompidas por el monocultivo de soja transgénica; tierra, agua, aire y gente intoxicados a causa del disparatado empleo de plaguicidas simplemente mortíferos; el éxodo de chacareros y pequeños productores hacia los suburbios de las grandes ciudades, es incesante. Los asentamientos están creciendo con la misma celeridad que los pinos y eucaliptos.
Los poderosos países del norte han seguido a rajatabla la recomendación que, en 1992, soltó Laurence Summers, en aquel tiempo vicepresidente del Banco Mundial: “Entre nosotros, ¿no debería el Banco Mundial alentar una mayor transferencia de industrias sucias al tercer mundo? Numerosos países se encuentran muy limpios, por lo que sería lógico que recibieran industrias sucias y residuos industriales ya que tienen una mayor capacidad de absorción de contaminación sin que produzcan grandes costos. Los costos de esta contaminación están ligados al aumento del retroceso de la mortalidad. Desde este enfoque, una cierta cantidad de contaminación perniciosa debiera ser realizada en países con costos más bajos, con menores salarios, por lo que las indemnizaciones a pagar por los daños serán también más bajas que en los países desarrollados. Creo que la lógica económica que existe en la exportación de una carga de basura tóxica a un país con salarios más bajos, es impecable y debemos tenerla en cuenta. Las sustancias cancerígenas tardan muchos años en producir sus efectos, por lo que esto sería mucho menos llamativo en los países con una expectativa de vida baja, es decir, en los países pobres donde la gente se muere antes de que el cáncer tenga tiempo de aparecer”.
Cien años antes del paso de Darwin por la desembocadura del Uruguay, el padre Cayetano Cataneo había narrado su travesía por el río: “Es fecundísimo en peces, muchos de los cuales vi con sumo gusto, tomar con el arco, porque soltando la flecha aunque el pez esté debajo del agua, lo traspasa, y herido sale á flote con la flecha clavada y lo toman. Son abundantes tambien los Lobos marinos, como en el Rio de la Plata, y hay ademas algunos Puercos marinos que llaman Capiguá, de una especie de yerba que comen en tierra. (…) Las playas por uno y otro lado son generalmente un bosque continuo ó de Palmas ó de otros árboles, distintos de los nuestros, y que en su mayor parte conservan las hojas todo el año. Se ven ademas de cuando en cuando bellisimas aves, grandes y pequeñas, de varios colores, que será largo describir (…) Entre los animales terrestres que frecuentan los bosques, ademas de los Javalies, de los cuales una tarde solo los de las balsas mataron á palos treinta y cinco, y de los Ciervos y Cabrios monteses, los mas comunes son los Tigres, los cuales muchas veces estan sentados en la playa mirando las balsas que pasan…”
Cataneo no lo aclara, porque no lo sabe, porque su viaje, su travesía, es aventurada e incierta, quiénes son esos hombres toscos que pescan con flechas y cazan jabalíes a garrotazos. Quizá guaraníes, tal vez chanáes, timbúes o charrúas, algunas de las tribus que habitaban el litoral.
“No es menos curioso”, prosigue Cataneo, “el modo que tienen de comer la carne. Matan una vaca ó un toro, y mientras unos lo degüellan, otros lo desuellan, y otros los descuartisan, de modo, que en un cuarto de hora se llevan los trozos á la Balsa. En seguida encienden en la playa una fogata y con palos se hace cada uno su asador, en que ensartan tres ó cuatro pedazos de carne, que aunque está humeando todavía, para ellos está bastante tierna. En seguida clavan los asadores en tierra, al rededor del fuego, inclinados hácia la llama y ellos se sientan en rueda sobre el suelo. En menos de un cuarto de hora cuando la carne apenas está tostada se la devoran, por dura que esté y por mas que eche sangre por todas partes.”
En los relatos de viajeros europeos que, doscientos, ciento cincuenta años atrás, exploraron el Paraná, el Uruguay y el estuario del Plata -Sellow, D`Orbigny, Burmeister, Isabelle, entre otros-, es corriente apreciar el encandilamiento que les causaba la geografía, el paisaje litoraleño, su flora y su fauna. Relatos en los que predomina una adjetivación soberbia, ofuscada por lo novedoso, que refieren, a la manera de un documental viejo y barroco, todo aquello que la mirada logra capturar: manadas de vacas y rebaños de ovejas pastoreando en las infinitas praderas; tropillas de caballos indómitos; tambos que producen leche de rara pureza; lana de excelente calidad; el aire, “balsámico y realmente reparador”, como refiere Burmeister, que a cada paso absorbe el viajero. Pero es el continuo descubrimiento de la heterogénea y profusa fauna autóctona lo que mayor arrobamiento les provoca: caranchos, lechuzas, chimangos, chajás; comadrejas, ñandúes, ciervos, venados y zorros; tigres, nutrias, iguanas, lagartos, víboras que juzgan monstruosas, antediluvianas.
Con asombro, y cierto desagrado, Cataneo describía la escena de un asado que mucho le costaría presenciar hoy en cualquiera de las dos orillas, y Darwin, que andaba tras los pasos de un jaguar que no pudo encontrar, tampoco encontraría hoy peces en el remanso de la desembocadura del Uruguay. Al diablo, hace tiempo, se han ido todos. Vieja del agua, surubí, dorado y boga; mandubí, bagre, armado, sábalo, mochuelo y patí. Hasta las “porteñitas”, esos peces pequeños y sabrosos en la fritanga, cuya procedencia pescador alguno conoce, han resuelto procurar mejor suerte en otra parte. Río que décadas atrás solía recibir como macabro obsequio cuerpos de personas asesinadas por la gran dictadura latinoamericana. Andaban a la deriva, hinchados, carcomidos por las alimañas, envueltos en esas frazadas grises y delgadas que los militares destinaban a los conscriptos. Quizá por eso, movidos por el respeto, dueños de una memoria atávica, cada tanto los peces se mandan mudar.
Como señalan el teólogo brasileño Leonardo Boff y el profesor Renán Vega Cantor, de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia, el capitalismo y la ecología son incompatibles, están fundados en lógicas por completo discordantes, reñidas entre sí. En las últimas décadas, el saqueo de materias primas y recursos naturales ha sido implacable . “A partir de 1972”, refiere Boff, “la desertificación en el mundo creció igual al tamaño de todas las tierras cultivadas de China y de Nigeria juntas. Se perdieron cerca de 480 millones de toneladas de suelo fértil, una superficie equivalente a las tierras cultivables de India y Francia juntas. El 65% de las tierras que un día fueron cultivables, hoy ya no lo son. La mitad de las selvas existentes en el mundo en 1950 han sido tumbadas. Sólo en los últimos 30 años han sido derribados 600 mil km2 de selva amazónica brasileña, el equivalente a la Alemania unida, o a dos veces el Zaire. Las inmensas reservas naturales de agua, formadas a lo largo de millones y millones de años, en este siglo pasado han sido sistemáticamente bombeadas y están próximas a agotarse. El agua potable ya es uno de los recursos naturales más escasos, pues solamente el 0,7% de toda el agua dulce es accesible al uso humano. Va a haber guerras por las fuentes de agua potable”.
El presagio de Boff de modo alguno puede juzgarse absurdo, y en esa probable batalla esta región será el botín más preciado: vivimos, ignorándolo continuamente, sobre una de las reservas de agua subterránea más enorme y provechosa del mundo, el Acuífero Guaraní; subsuelo que abarca un área de un millón doscientos mil kilómetros cuadrados, enlaza Paraguay, Brasil, Uruguay y Argentina, y, al decir de informes oficiales, tiene la capacidad de abastecer de agua, durante doscientos años, a toda la población mundial.
Concluye Vega Cantor: “El capitalismo tiene dos características claramente antiecológicas: la pretensión de producir de manera ilimitada en un mundo donde los recursos y la energía son limitados; y originar desechos materiales que no pueden ser eliminados -cosa imposible en concordancia con las leyes físicas- y que deben ir a alguna parte, lo cual supone exportarlos a los países más pobres de la tierra”.