Por Silvia Juárez | María tiene 52 años. Casi la mitad de su vida trabajó en el banco de su provincia hasta que cerró en 1999. Del desempleo pasó a trabajar en una concesionaria, de cajera, y en atención al cliente en una aseguradora. En 2015, la inestabilidad del mercado de trabajo mendocino la encontró esta vez como empleada doméstica.
Desde entonces, junto a su marido trabaja en la casa de un jubilado. La limpieza del lugar y el cuidado del “abuelo” –como ella lo llama- son sus principales responsabilidades.
“El Abuelo vive solo, tiene 89 años. No puede tomar decisiones ni manejarse por su cuenta porque se pierde, aunque la Señora (su hija) quiera ocultárselo a los de afuera. Los problemas quedan en el círculo más íntimo. Mi marido es su acompañante terapéutico. Lo saca a caminar y le hace juegos para estimular la memoria”, cuenta María.
“La Señora” es su jefa, la que le dio este trabajo. La Señora es jueza, vive en uno de los barrios privados más caros de su provincia, y tiene otra empleada que se encarga de su hogar.
La casa del Abuelo tiene nueve ambientes y un patio amplio. Limpiar, lavar, planchar, cocinar y atenderlo son parte de las tareas que María y su marido tienen asignadas. Su trabajo es sin retiro, o “cama adentro” como comúnmente se lo llama, pero deben comprarse su comida aparte. “El Abuelo me paga $9.000 y ella pone los $2.000 de mi marido. El mes pasado no se los pagó”, detalla.
“La Señora le maneja el dinero –cuenta María-. Le trae en un sobre lo que me tiene que pagar”. “Siéntese y cuente; es demasiado sueldo para lo que hace”, son las frases que María debe escuchar cada mes, en cada cobro. Esa suerte de abuso que estas trabajadoras ya tienen naturalizado.
En Argentina, si bien entre 2003 y 2016 aumentó 400% la formalización del empleo doméstico, alrededor del 65% todavía está en negro. No tienen obra social, ni días por enfermedad, ni licencia por maternidad, ni ART, ni días de estudio, ni indemnización por despido. Y casi la mitad de las trabajadoras no registradas del país son de este sector (46,8%).
María no es la excepción: “No tenemos obra social. Recién ahora está iniciando los trámites para la mía porque estoy teniendo episodios de ahogo. Tuve que ir a una salita de primeros auxilios para hacerme una serie de estudios del corazón. El año pasado tuve una subida de presión a 21 y ni así (habiendo estado todo un fin de semana internada) me hizo los trámites. Cuando lo hablamos, me dijo que tenía que descontarme para la obra social y los aportes. Llevo cuatro años trabajando para ella y nunca me hizo un aporte jubilatorio”.
Según lo establecido por el Ministerio de Producción y Trabajo, los empleadores de casas particulares tienen la obligación de: pagar las contribuciones a la seguridad social; contratar una Aseguradora de Riesgos del Trabajo (ART) para la trabajadora; pagar un sueldo de acuerdo a la escala salarial vigente, contemplando aportes, contribuciones, horas extras, viáticos y aguinaldo. Sólo se necesita el DNI de la empleada para abrir una cuenta bancaria –sin costo- para abonar el salario por medio de una transferencia.
La esclavitud de los tiempos modernos
Sólo por el cuidado del Abuelo, María debería percibir un sueldo de $18.890,50, pero entre ella y su marido no pasan los $11.000. “Si por ellos fuera me pagarían mucho menos. Pero no quieren encontrar ni un gramito de polvo en los muebles, ni una arruga en las camisas. Todo tiene que estar impecable, perfume en el piso y olor a lavandina en el baño”, dice.
Hace un tiempo, el Abuelo se hizo caca encima en la casa de la Señora. “Lo trajo, hizo que se baje de la camioneta y que lo bañemos. Me dijo que le lave la ropa, pero era un olor que no se podía soportar. La puse en una bolsa y la tiré. Me pidió que lleve el pantalón a la tintorería, pero no pude. La gente tiene estómago”, recuerda María. Es otro ejemplo de cómo, a veces, esta comodidad de recursos que los altos cargos otorgan genera condiciones de semi esclavitud para personas como María, que hoy no tiene otro sustento.
A esta señora, a esta jueza que tiene como deber hacer cumplir la ley, parece no importarle demasiado violarla. “A la empleada que tiene en su casa le paga una obra social y la ART, pero tampoco le hace los aportes”, cuenta María.
Lo lógico sería realizar una denuncia y exigir el blanqueo, los aportes, el sueldo que corresponde. Pero hay un factor determinante para esta trabajadora, y con una voz entrecortada lo dice: “Si tuviera algo, un techo, me iría ahora mismo. Gracias a otras actividades tuve la posibilidad de hablar con algunos políticos para que nos ayuden a conseguir otro trabajo. No somos exigentes, pero necesitamos algo que realmente nos dé la posibilidad de salir de aquí y no estar esclavizados, porque esto es esclavizante”.
Eso que llaman amor…
La Señora en estos días se fue de viaje. “Nos mandó un mensaje diciendo `ustedes son como mis hermanos´, porque estamos cuidando a su papá. Pero si realmente nos valorara nos pagaría lo que nos corresponde”, expresa.
Hay una asociación entre el trabajo doméstico y el amor, una confusión de lazos familiares y laborales que ha servido como caldo de cultivo para reproducir esta informalidad a lo largo de la historia. Ese mensaje de texto es una pequeña muestra de eso.
Un mundo que gira en torno a la vida de otros
Mucho se habla del empoderamiento de la mujer, de ganar espacios y equidad entre géneros. Esa salida al mundo laboral hizo que las tareas domésticas, en vez de repartirse por igual con los hombres de la casa, se trasladen a otras mujeres, con casas propias por atender.
“Somos las que le sacamos la mugre a los ricos. Antes que nada nos merecemos respeto como personas y como parte de la familia, porque realmente estamos muchas horas dentro de casas que no son las nuestras. Las empleadas domésticas hacemos el trabajo de la mejor manera que podemos y con todo el amor, porque al final del día, nos guste o no nos guste, es lo único que tenemos”, cierra María.
En Argentina, 962.000 son los puestos de trabajo en casas particulares. El 95% de ellos es ocupado por mujeres.