Al ingresar en la ciudad de Capitán Bermúdez, situada en la orilla oeste del río Paraná, a quince kilómetros del centro de Rosario, todo comienza a oler mal, muy mal. Como la historia oficial argentina. Mixtura acre de huevo podrido con repollito de Bruselas y coliflor en pleno hervor; vaho que abomba, invade el olfato, ataca y se asienta en la garganta. Son las emanaciones que escupen las chimeneas de Celulosa Argentina.
Los vecinos, en fin, llevan años gastando el tiempo en denuncias y quejas; presentando en oficinas estatales informes médicos y estudios científicos que corroboran el daño y los perjuicios físicos que causan esos gases del diablo, y nadie les presta atención.
En cambio, buena parte de los trabajadores de la planta prefiere echar mano de una respuesta tan mordaz como cretina: “El dinero huele. Además, con el paso del tiempo, el olfato acaba acostumbrándose”.
Tiempo atrás Víctor Zoratti, un hombre largo y flaco con aires de ingeniero químico diletante que trabajó treinta y ocho años en la planta de celulosa, me relató de prisa, sin tomarse un respiro, el origen de todos los males: “Ese olor a huevo podrido es ácido sulfhídrico, vos lo respirás y te mata los glóbulos rojos. Los liquida, no podés respirar mucho porque te hace daño. Dos gramos y medio por litro de cloro elemental, de gas cloro, mata a las personas”.
Todos los Zoratti pasaron por la empresa; el abuelo y el padre, que vinieron de Italia, y también uno de los hijos de Víctor. “Mi padre trabajaba donde se producía cloro, y para que no le hiciera mal le daban leche, una botella de leche, pero hace unos veinte años se llegó a comprobar que la leche fijaba el cloro al cuerpo, a la grasa”. Empezó a trabajar en 1958, a los quince años; tomaba muestras de los fardos de paja de trigo que transportaban en camiones. Capitán Bermúdez era una fiesta. La empresa empleaba tres mil doscientas personas, buenos sueldos, coche, almacén de ramos generales, andar ataviado con el mameluco de Celulosa Argentina comportaba un privilegio; el día siete de cada mes, puntualmente, cada obrero recibía su salario; el florecimiento de la fábrica alentó el emplazamiento de otras industrias, Electroclor, Colpal, Porcelanas Verbano y el Frigorífico Depauli. Empresas que en 1994 cayeron en el infortunio.
“Acá siempre se dijo que como este es un río caudaloso las dioxinas se disuelven en un kilómetro. ¿Cómo pueden saberlo, si el efecto es acumulativo? Las cosas van cambiando. Los rayos solares en una época eran buenos, ahora resulta que el poder de los rayos solares es acumulativo, lo que vos te pescaste no se va más del cuerpo, el daño de las radiaciones solares no lo eliminás. A lo mejor dentro de diez años empieza a morir gente como moscas y se dan cuenta que es porque la vaca está comiendo un pasto contaminado sobre el río Paraná. Pero, ¿cómo vas a poder comprobar que fue por la celulosa? Porque acá ha habido malformaciones de nacimiento, yo tuve en mi familia, le llaman displasia atanatofórica, nadie pudo asegurar por qué se produce…”
Suena a historia ficticia, tal vez argumento de película de época, con aires de gesta alegórica, protagonizada por un ingeniero italiano de conducta equívoca, dos venturosos empresarios rosarinos y un puñado de actores de reparto, inmigrantes italianos que abandonan su aldea en busca de la prosperidad que en aquel tiempo América excitaba. Relato que tiene en el azar y la buena fortuna sus fundamentos mágicos y definitorios.
Todo comenzó en Rosario, en las últimas semanas de 1926, cuando Enrique Fidanza y Joaquín Lagos, propietario del periódico “La Capital”, compraron un billete de lotería que resultó premiado con gruesos fajos de dinero. Prosiguió en Roma, adonde viajaron para celebrar la cortesía de la providencia. En la mañana del 15 de enero de 1927, en tanto erraban por las calles romanas, se toparon con la primera plana del diario “Il Popolo di Roma”. En un recuadro subrayado leyeron: “Esta edición está exclusivamente impresa con papel italiano producido con materia prima nacional”. Papel fabricado con paja de trigo blanqueada con cloro. Trigo, sí, cosa que en la Argentina había a carretadas. El viaje de placer se convierte, de pronto, en una aventura mercantil; hacen a un lado las excursiones que tenían previstas y parten de inmediato a la caza del inventor del novedoso método de elaboración de papel, un ingeniero químico llamado Umberto Pomilio –oriundo de Franca Villa del Mare, en la región del Abruzzo–, con el objeto de llevarlo a Rosario y allí construir una fábrica de papel a base de rastrojo de trigo. Cometido trabajoso, pues Pomilio es propietario de una industria electroquímica, que, precisamente, produce el cloro y la soda necesarios para blanquear la paja. No obstante, al cabo de largas deliberaciones y la promesa de un bienestar inapreciable, logran persuadir al ingeniero. El resto de la trama es vertiginoso: reuniones en la Bolsa de Comercio, los empresarios rosarinos aplauden el proyecto; constitución de una sociedad anónima denominada Celulosa Argentina; compra de un predio en el pueblo Juan Ortiz, a pocos kilómetros de Rosario; decenas de familias italianas, de la región del Abruzzo, que arriban a la comarca agitadas por el ofrecimiento de trabajo y buena paga que les formula Pomilio; periódicos que festejan la insospechada y colosal empresa: “La Celulosa Argentina será la primera elaboradora de pasta de Sudamérica”. En contados meses el pueblo, entonces habitado por dos mil personas, en su mayoría chacareros y horticultores, duplica la población. En 1931, bajo la dirección técnica de Pomilio, finalmente las chimeneas de Celulosa Argentina empiezan a envenenar la atmósfera con sus gases.
El progreso había puesto sus patas en el ignoto y menudo villorrio Juan Ortiz, lugar que en 1950 habrá de adoptar el nombre de Capitán Bermúdez, homenaje al segundo jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo que actuó en el incierto combate de San Lorenzo; batalla, al decir de distintos historiadores, que no fue tal, apenas una emboscada, la pronta estampida de los realistas, y en la que San Martín siquiera llegó a participar porque tenía un tobillo quebrado. ¿Y el heroico soldado Cabral? Vaya uno a saber.
Hay circunstancias que le brindan un matiz ominoso a esta epopeya de la celulosa. En 1935 el complejo industrial “La Fabril”, productor de algodón y aceites, y accionista de Celulosa Argentina, se hace cargo del pleno control de la empresa. Al frente del grupo industrial-financiero se encuentra Víctor Valdani, devoto de Benito Mussolini y delegado de los fascistas italianos en Argentina desde el año 1925 hasta el 1928. Hacia el final de la segunda guerra, cuando comprendió que estaba acorralado por las tropas aliadas y buscó amparo en la efímera y fraguada República de Saló, en el norte de Italia, Mussolini designó a Valdani embajador en Argentina de su teatral Estado.
Acerca de los posteriores pasos del ingeniero Pomilio se han tejido decenas de habladurías. La más verosímil y frecuente indica que el buen hombre, contertulio del fascista Valdani, regresó a sus pagos en 1935 requerido por Mussolini. Italia había invadido la Abisinia y el ingeniero era un hombre diestro en la preparación de gas cloro, fluido letal que ya había sido empleado en la Primera Guerra Mundial con resultados satisfactorios. El mismo que entonces Celulosa Argentina utilizaba bajo el lema: “Una empresa con raíces en la Patria: de la semilla al libro”.