Por Mariano Vázquez | “Plegaria es el rostro de Spies, firmeza el de Fischer, orgullo el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita que la voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora… los encapuchan, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos cuelgan y se balancean en una danza espantable…”, la crónica Un drama terrible fue publicada el 1° de enero de 1888 en La Nación. La prosa pertenece a José Martí, corresponsal en Estados Unidos de ese diario de Buenos Aires.
Chicago 1887, 11 de noviembre. Llegan como fantasmas con sus túnicas blancas, sus manos enmanilladas a la espalda y rodeados de policías, se paran ante las horcas que penden del techo. Los líderes anarquistas Albert Parson, George Engel, August Spies y Adolph Fischer fueron ejecutados.
Mucha agua había corrido en los años previos que se fue enlodando entre conspiraciones y sueños revolucionarios.
Spies dirigía el periódico anarquista Arbeiter Zeitung, que en sus páginas retrataba el presente despiadado de la clase obrera: «¡Adelante con valor! El Conflicto ha comenzado. Un ejército de trabajadores asalariados está desocupado. El capitalismo esconde sus garras de tigre detrás de las murallas del orden”.
Las ofensivas condiciones en que los trabajadores de la época vivían hicieron que aquella ciudad se convirtiera en el epicentro de huelgas y movilizaciones. En noviembre de 1884 se realiza en Chicago el IV Congreso de la American Federation of Labor. La asamblea define el 1° de mayo de 1886 como fecha límite para que la patronal respete la jornada de ocho horas y termine con la inclemente explotación, de lo contrario, se declararía la huelga general. Se declara. Las movilizaciones paralizan Estados Unidos. Las fábricas se vacían. Cinco mil huelgas y medio millón de trabajadores en las calles. Dos organizaciones dirigían la rebelión: la Asociación de Trabajadores y Artesanos y la Unión Obrera Central.
La guerra dialéctica ente los medios tradicionales y los anarquistas era cotidiana. Por aquellos días el Arbeiter Zeitung publicó: «La sangre se ha vertido. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. La milicia no ha estado entrenándose en vano. A lo largo de la historia el origen de la propiedad privada ha sido la violencia. La guerra de clases ha llegado… En la pobre choza, mujeres y niños cubiertos de retazos lloran por marido y padre. En el palacio hacen brindis, con copas llenas de vino costoso, por la felicidad de los bandidos sangrientos del orden público. Séquense las lágrimas, pobres y condenados: anímense esclavos y tumben el sistema de latrocinio».
En el New York Times alguien escribió: “Además de las ocho horas, los trabajadores van a exigir todo lo que puedan sugerir los más locos anarquistas”. En el Philadelphia Telegram: “El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal y se ha vuelto loco de remate”. En el Indianapolis Journal: “Los desfiles callejeros, las banderas rojas, las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos pero engañados, las huelgas y amenazas de violencia, señalan la iniciación del movimiento”.
Así las cosas. La ciudad de los vientos, Eldorado de los trabajadores, se convertiría en el ojo huracanado de la revuelta en América.
“Quién que sufre de los males humanos, por muy entrenada que tenga su razón, ¿no siente que se le inflama y extravía cuando ve de cerca, como si le abofeteasen, como si lo cubriesen de lodo, como si le manchasen de sangre las manos, una de esas miserias sociales que bien pueden mantener en estado de constante locura a los que ven podrirse en ellas a sus hijos y a sus mujeres?”, soplaba Martí el rescoldo de la bronca obrera.
Durante uno de los cientos de actos, casi cotidianos, el parque Haymarket Square fue escenario de un episodio central en la historia del movimiento obrero mundial: una bomba provoca la muerte de varios policías.
A partir de ahí los acontecimientos se vuelven frenéticos. Cuatro líderes anarquistas son acusados. Señalados de antemano, no por este crimen, si no por organizar a los jornaleros miserables.
Chicago 1887 — 11 de noviembre. Martí: “Salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas plateadas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos… abajo, la concurrencia sentada en hileras de sillas delante del cadalso como en un teatro”.
Los ahorcados: Albert Parsons, 39 años, nacido en Estados Unidos, director del periódico obrero The Alarm; August Spies, alemán, 31 años, periodista que tres veces por semana editaba el Arbeiter Zeitung, escrito íntegramente en alemán; Adolph Fischer, alemán, 30 años, también había elegido el oficio de escribir. Su compatriota George Engel de 50 años, tipógrafo.
En la antesala de la muerte, hablaron.
August Spies: «Hemos explicado al pueblo sus condiciones y relaciones sociales. Hemos dicho que el sistema del salario, como forma específica del desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización. Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente a los de otra clase enemiga. ¡Mi defensa es vuestra acusación! Si una vez más ustedes imponen la pena de muerte por atreverse a decir la verdad, yo los reto a mostrarnos cuándo hemos mentido. Y digo, si la muerte es la pena por declarar la verdad, pues pagaré con orgullo y desafío el alto precio ¡Llamen al verdugo!»
Albert Parsons: «Yo como trabajador he expuesto lo que creía justos clamores de la clase obrera, he defendido su derecho a la libertad y a disponer del trabajo y de los frutos del trabajo. Yo creo que los representantes de los millonarios de Chicago organizados os reclama nuestra inmediata extinción por medio de una muerte ignominiosa. ¿Y qué justicia es la vuestra? Este proceso se ha iniciado y se ha seguido contra nosotros, inspirado por los capitalistas, por los que creen que el pueblo no tiene más que un derecho y un deber, el de la obediencia. ¿Creéis que la guerra social se acabará estrangulándonos bárbaramente? ¡Ah no! Sobre vuestro veredicto quedará el del pueblo americano y el del mundo entero. Quedará el veredicto popular para decir que la guerra social no ha terminado por tan poca cosa.»
George Engel: «¿Por qué razón se me acusa de asesino? Por la misma que tuve que abandonar Alemania, por la pobreza, por la miseria de la clase trabajadora. Sólo por la fuerza podrán emanciparse los trabajadores, de acuerdo con lo que la historia enseña. ¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones otros caen en la degradación y la miseria. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, la libertad, el bienestar. Yo no combato individualmente a los capitalistas; combato el sistema que da privilegio. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y, sus amigos.»
Adolfo Fischer: “La historia se repite. En todo tiempo los poderosos han creído que las ideas se abandonarían con la supresión de algunos agitadores; hoy la burguesía cree detener el movimiento de las reivindicaciones proletarias por el sacrificio de algunos de sus defensores. Este veredicto es un golpe de muerte a la libertad de prensa, a la libertad de pensamiento, a la libertad de la palabra en este país. El pueblo tomará nota de ello. Si yo he de ser ahorcado por profesar las ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, entonces, yo les digo muy alto, disponed de mi vida.»
Chicago 1887 — 11 de noviembre. Ese día la justicia de Estados Unidos trató de cortar de raíz al cada vez más poderoso sindicalismo anarquista. Escarmentar a un movimiento que generaba mucho temor al poder. Las ideas libertarias generaban horror. Escapaba a su imaginación que millones siguieran a Mijael Bakunin y su programa libertario integral que pedía que “reemplacen el culto de Dios por el respeto y el amor a la humanidad”; que proclamaba “la razón humana como único criterio de verdad; la conciencia humana como base justicia; la libertad individual y colectiva como única fuente de orden en la sociedad”; que aseguraba que “la esclavitud de un solo hombre ofende a tu humanidad y niega la libertad de todos”.