Por Carlos Saglul | Durante el menemismo, cuando gran parte de los bienes del Estado pasaron a manos de empresas privadas, uno de los “negocios colaterales” fue la privatización de los servicios de seguridad. Miles de empleados públicos fueron despedidos o se acogieron al retiro voluntario. A partir de ese momento, las tareas de vigilancia pasaron a ser cumplidas por flamantes compañías privadas.
¿Qué sentido tiene contratar a una compañía -que obviamente no trabaja gratis- para que a su vez contrate a un empleado, que deberá realizar la tarea de otro, al que debió indemnizarse? Por esa época se justificaba como: “el Estado no sabe administrar”. El resultado, una nueva rama empresaria que da ganancias importantes, y trabajadores que ganan miserablemente, tienen dos empleos o jornadas interminables. Gran parte son manejadas por ex comisarios que tienen bajo manejo un amplio ejército poco regulado que atiende una demanda creciente en un mundo donde la inseguridad es una preocupación central.
Este fin de semana se conoció la muerte por coronavirus de Miguel Ángel Olmedo, que estaba a tres meses de jubilarse. Trabajaba para una de las empresas emblemáticas del sector: Murata.
De acuerdo al testimonio de familiares de Olmedo, la empresa de seguridad lo obligó a trabajar pese a estar dentro de los grupos de riesgos por padecer síndrome coronario y sufrir hipertensión.
La hija de Olmedo explicó que si bien su padre había solicitado licencia, al ampliarse la cuarentena, volvió a trabajar por presiones de la empresa. Como estaba a tres meses de jubilarse, el vigilador pidió licencia por enfermedad. Le dijeron que solamente podían dársela sin sueldo. Y entonces lo mandaron del cementerio de La Recoleta a la Villa 31, un lugar de alto riesgo en materia de contagio, donde comenzó a tener los síntomas que antecedieron a su muerte.
Con Mauricio a todas partes…
En los sótanos del Estado se amontonan denuncias contra Murata. Aunque siempre son menos que sus contratos millonarios. ¿Cuál es la explicación del “éxito”? En 2018, una de sus empleadas, Brenda Oso, pensó encontrarla. Fue cuando descubrió que ella y otros once trabajadores de la empresa figuraban como aportantes de las campañas de Cambiemos sin haber realizado esas contribuciones ni tener los fondos para hacerlo.
Brenda se enteró por una lista de aportantes que hizo pública la ONG La Alameda que figuraba donando 95 mil pesos en el informe de gastos de las Paso 2015, 30 mil en la campaña presidencial y 16.500 para los gastos electorales de Cambiemos en la provincia de Buenos Aires en 2017. Es ilegal que una empresa financie la campaña de un partido político que una vez en el Poder la contrata, pero obviamente la Ley nada dice de particulares que aportan cifras relativamente pequeñas, cuyo origen real es complicado establecer. Según Oso, el dueño de la empresa, Roberto Raglewski, ex comisario exonerado de la Policía Federal, les recomendó a sus empleados hacerse cargo de las donaciones si los llamaba la prensa.
Según el semanario Perfil, Oso terminó abandonando el país. Ya estaba en el exterior cuando una amiga le informó que según un listado seguía figurando entre los aportantes del PRO. Oso declaró al mencionado medio que la primera vez no había realizado ninguna denuncia porque “estaba trabajando en la empresa donde hay muchos policías retirados y un ambiente difícil. No quería terminar amenazada”. En Buenos Aires, Murata presta sus servicios en el Banco Ciudad, los subtes. Llegó allí con Macri en 2011 y con él saltó a la Nación. Las cifras que se mueven en materia de seguridad son millonarias.
Canal 7, Radio Nacional, el INTI
El Sindicato Unido de Trabajadores y Custodios Argentinos denunció que “las licitaciones siempre las ganan los mismos”. Reiteró que Murata aportó a la campaña de Cambiemos en la ciudad de Buenos Aires, en la Nación y la provincia. Señaló que “están en Ferrocarriles, Sucursales del Banco Provincia y otras dependencias”. La firma también presta servicios en Radio Nacional, Canal 7 y muchas reparticiones estatales.
La ex diputada, Margarita Stolbizer pidió el allanamiento del INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial) durante la gestión de Javier Ibáñez en una denuncia por contrataciones irregulares y sobreprecios. En ese momento, Stolbizer denunció “los intolerables hechos de violencia institucional que ocurren en el INTI” y que “personal civil armado recorre la institución controlando y amenazando” a los trabajadores.
Explicó que Ibáñez contrató para la seguridad del INTI a la empresa Murata, una compañía de seguridad que le donó al PRO 295 mil pesos para su campaña en 2015 a través de sus empleados mientras el ex comisario Raglewski, que es su dueño, aportó personalmente 500 mil pesos más. “Por mes en el INTI están pagando, casi 1.300.000 pesos a esa empresa”, dijo la dirigente.
En su página oficial, el gremio del sector señala que “Murata incumple leyes laborales, aprieta trabajadores y no recibe control alguno como contraprestación a sus generosas donaciones en las campañas electorales”. Añade que la empresa no paga horas extras de acuerdo a derecho, recarga irregularmente horas de trabajo “hasta el punto de someter a los compañeros a jornadas de 16 horas” y niega vacaciones con la excusa de falta de personal.
Según una denuncia que publicó días atrás la Izquierda Diario, la situación que padeció Olmedo está lejos de ser un hecho aislado. En la Línea San Martín del Ferrocarril “tras despedir a 7 trabajadores por reclamar guantes y alcohol en gel al inicio del aislamiento social, preventivo y obligatorio, la tercerizada Murata S.A, que presta servicio de vigilancia dentro de Trenes Argentinos, puso en cuarentena a 30 empleados de brigada tras confirmarse un caso positivo. Se trata de un trabajador que estuvo en contacto con parte del personal, aunque le dieron sólo 5 días de licencia, cuando el aislamiento debe ser de 14 días en estos casos”.
Murata sigue acumulando denuncias y contratos. ¿Es la única compañía de estas características o marca una conducta que es rutina en los sótanos de la política que prometió limpiar el presidente Alberto Fernández? ¿Cómo es posible que en el Estado que debiera velar por el cumplimiento de las leyes laborales, existan empresas que las ignoren con impunidad? Persiste una especie de “zona liberada” donde los empresarios se enriquecen mientras los obreros se mueren, en un final que parece una sentencia anunciada por su propia indefensión.