Por Hernán López Echagüe
Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas. Además, hay tres clases de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse. El primer paso de la ignorancia es la presunción de saber. La enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia. La ignorancia es la oscuridad de la mente: una noche sin luna, sin estrellas. Todo lo que se ignora, se desprecia. Síntoma de la ignorancia es no saber distinguir entre lo que necesita demostración y lo que no la necesita. Carga muy pesada la ignorancia, pero el que la lleva a cuestas no la siente. La ignorancia es madre del miedo. Todos sabemos que hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro. Desde luego, nadie está libre de decir estupideces; lo que conmueve es que las griten con énfasis y con ansia de sabiduría. Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda. El problema es que la estupidez insiste siempre. Con todo, la ignorancia puede ser remediada, pero la estupidez es eterna.