No contaban con mi astucia (*)
Lo conocí allá por el año 1993 en el diario Página/12. El iba pocas veces al diario. Tenía el aire de ser uno de los directores o uno de los dueños, o un tipo al que los dueños y los directores del diario tenían en cuenta.
Durante mi corta y rara experiencia en el diario, un año, más o menos, no recuerdo haberlo visto en la sala de redacción. Un par de veces me lo choqué en la recepción. El llegaba y yo me iba. O viceversa. HV era el periodista de renombre que, por ejemplo, les hacía entender a los dueños del diario que no pensaba quitar siquiera un párrafo de su nota y entonces los dueños del diario, sin chistar, levantaban una publicidad de las dos páginas que habitualmente ocupaba la nota de HV y entonces el texto iba sin corte. El sabía que le daba más y mejores ganancias a Página/12 que una publicidad mediocre.
Era de admirar. Todo lo hacía desde su oficina. Cualquier estudiante de periodismo quería ser como él. Nota de tapa, un gran investigador, lleno de fuentes increíbles, de toda naturaleza, como para tirar al techo. HV era uno de los contados periodistas que conseguían información de primera mano de militares, archivos militares, y de voceros del gobierno.
Si mal no recuerdo lo vi por última vez en su oficina cercana a Tribunales en los últimos meses de 1994. Yo había renunciado al diario en agosto de ese año porque la dirección había decidido censurarme una investigación que el propio diario me había encomendado hacer. Los implicados en esa investigación resultaron ser intendentes y funcionarios de la provincia de Buenos Aires. Creo que fue Ernesto Tiffenberg, quizá Martín Granovsky, el que me informó que no iban a publicar la investigación. Sin más explicaciones. Después supe que el gobierno de la provincia de Buenos Aires, es decir Eduardo Duhalde, había acordado con el diario la publicación de una serie de suplementos especiales. Después de la renuncia, en una entrevista que me hizo alguien de la revista Humor, conté esto que estoy contando, digo, el episodio de la censura. HV me llamó por teléfono, me invitó a su oficina. Fui muy contento: era HV el que me llamaba. Iba a conocer su oficina, el lugar en el que nacían y florecían esas notas que yo aplaudía y recomendaba. ¿Qué libros tendría en su biblioteca? Y encima de su escritorio, ¿qué papeles, qué fotos, qué objetos y recuerdos especiales? ¿En qué tipo de ropa andaría metido mientras trabajaba? ¿Traje? ¿Algún cuadro o póster o banderín o bandera o diploma en las paredes?
No me acuerdo de esos detalles porque la conversación fue breve y, al menos para mí, amarga:
–Leí la entrevista en Humor, están bien algunas cosas que decís, pero no podés denunciar de esa manera a Página.
–¿Por qué? Eso fue lo que pasó.
–Sí, puede ser, pero llevás pocos años en el periodismo y ponerse en contra de los periodistas no es lo más aconsejable.
–No estoy contra los periodistas. Estoy contra los que me censuraron.
–Pero no podés tener a la corporación periodística en tu contra. Si conseguís sobrevivir en esta profesión de esa manera, ¡chapó!
Hizo el gesto con una mano: se sacó un sombrero imaginario y sonrió.
Años más tarde, cuando estaba con mi familia en Nueva Palmira, costa oeste del Uruguay, él retomó las conversaciones, ahora por teléfono. En el llamado que me hizo en la última semana de diciembre del 2001, dijo cosas extrañas. El país era un aquelarre de presidentes y tramoyas políticas, y sin embargo él me hablaba como si estuviera recostado en algunos de los marcos de ese prostibulario poder político:
–Esta noche voy a tomar un café con Juanjo.
–¿Quién?
–Juanjo, Juan José Alvarez, el ministro de Seguridad.
–Ah, qué bien.
–Bueno, quería saber si podés darme las fuentes de esa parte de tu libro sobre Ruckauf que hoy cité en mi nota, porque si es así lo que decís sobre Giaccomino, Juanjo dice que no lo va nombrar Jefe de Policía.
–No me podés pedir eso. En todo caso pedíselo a Alvarez, que tiene más acceso que yo a las cosas de las personas.
Hubo un silencio.
–Bueno, fijate bien—dijo.
–¿Y vos cómo andás?
–Yo estoy bien, estoy bien. Adolfo me ofreció la Secretaría de Derechos Humanos…
–¿En serio? ¿Y vos que le dijiste?
–Que no, que no era mi momento.
(…) Podría, por ejemplo, ponerme a escribir: “Desde sus comienzos en el periodismo se mostró como un joven inteligente, buscador, talentoso, lleno de aliento. Alcanzó puestos de relevancia en su oficio cuando tenía poco más de veinte años. Fue la mano derecha de Rodolfo Walsh. Vivió en peligro. Padeció un año el exilio en Perú y luego regresó al país movido por la necesidad de continuar su militancia montonera. Hoy es uno de los periodistas más prestigiosos de la Argentina”.
O podría comenzar así: “Se fue del país en 1974 y regresó un año después. ¿Un miembro de Montoneros volviendo al país en ese momento? Y se instaló en el barrio de Flores y sobrevivió, cuenta él, gracias a lo que escribía, a su máquina de escribir. En 1979, en pleno apogeo de la dictadura, escribió un libro para la Fuerza Aérea, por el que recibió un buen pago, en tanto muchos de sus compañeros de militancia eran torturados en cuevas como la que tenía la Fuerza Aérea en la Mansión Seré, en …”
O, a modo de periodista profesional: “A lo largo de la llamada década ganada, la palabra de Horacio Verbitsky adquirió un peso de magnitud. A través de sus artículos y columnas de opinión en el diario Página/12 llegó a ensalzar o, en ocasiones, poner en tela de juicio algunas políticas del modelo kirchnerista. Más allá de cualquier apreciación sobre sus inclinaciones políticas, no caben dudas de que Verbitsky es un ícono de la investigación periodística…”
Tres maneras obtusas de comenzar cualquier relato de vida. Las más habituales. Las que más venden. O, decía Roberto Bolaño: las historias que se entienden, las legibles, a lo Pérez Reverte.
Este libro no es ni una cosa ni la otra ni aquella. Es que HV se me antoja una persona que no es ni una cosa ni la otra ni aquella. Es una jauría de cosas. Como lo somos todos.
Sobre HV escuché y leí una carretada de historias en los últimos meses. Elogios y maldiciones. Nada en el medio. Ni sombra de indiferencia. Una maraña de palabras y recuerdos que por momentos hacen de esas voces excesivas un paisaje tan verosímil como improbable. O no. O viceversa.
(*) Fragmento del prólogo del libro El Perro, HLE, Javier Vergara Editor, febrero de 2015.