Por Carlos Fanjul | EL PELO DEL HUEVO
Señoras, señores, nos aprestamos a vivir un momento difícil. Triste tal vez para muchos.
Cuando el viernes que viene, alrededor de las 19, se ponga en juego la pelota para que arranque el choque entre Aldosivi y Unión, en el Minella marplatense, estaremos siendo testigos del final de un nuevo personaje aparecido el año anterior en el fobal argentino.
En ese instante, los “allegados”, tal cual se fueron delineando con el paso de los meses, habrán de perder el sentido con el que fueron recreados en 2020 y que, de a poco, mediante continúas avivadas típicamente argentas, fueron deglutiendo aquella intención inicial.
De todas maneras, nunca se pisotea a un caído. Más respeto, por favor.
La vuelta del público a las canchas, como pomposamente se la está anunciando por estas horas, terminará con estos personajes curiosos que irrumpieron en nuestras vidas allá por el 30 de octubre del año pasado, luego de algo más de siete meses de abstinencia de fútbol. En ese larguísimo período, nuestra enfermedad por ver una pelota rodando solo encontró un antibiótico en algún aburrido partido alemán, un cotejo de la muy modesta liga de Nicaragua, o algún otro encuentro antiguo de la Copa Pirulo del año “taitantos” que los canales deportivos repetían desesperadamente ante la realidad cotidiana de no saber que sarasa meter para llenar 24 horas continuas.
Por fin, en el día del cumpleaños de Maradona, con el partido entre Patronato y Gimnasia, la Copa Liga Profesional, rebautizada Diego Armando Maradona, sirvió para que la pelota volviera a rodar en la Argentina.
Por aquella fecha, y luego de que el Gobierno Nacional decidiera junto a las autoridades de la AFA y de la Liga Profesional que se reanudaran las competencias, hubo que resolver qué hacer con el número de componentes de una delegación a la hora de recibir a un rival, o de tener que visitarlo.
¿Quienes podían acompañar en el estadio a cada equipo? Jugadores, lógico; cuerpo técnico y médico, claro, sumados ellos a los demás asistentes que trabajan en el día a día de un equipo. ¿Dirigentes?, algunos. ¿Personal indispensable para que un estadio funcione?, obvio. ¿Hinchas? No, dijeron primero, aunque bueno, por ahí, un número limitado para sostener la decisión prioritaria de cuidarnos en medio de una pandemia que a esa altura, y hoy mismo, tiene más de incertidumbre que de certezas.
Tanto sentido de protección llevó en aquel primer momento a la firme decisión de que cada club local podría albergar 120 personas en total, mientras que un visitante solo podría llevar junto al plantel 75 más.
Allegados fue el nombre genérico con el que pasamos a unificar a tan variada fauna. Era una palabra que ya existía en el mundo del fútbol, con el que generalmente la cátedra denominaba a los “buscas” que circulan alrededor de un equipo. Claro que ahora la cosa se iba a ampliar a amigos del dirigente, primos de comisario de la zona, yernos de portero de la puerta de ingreso, etc.
Buscas de todo tipo y pelambre, pero que en esta época iban a tener que sortear una serie de medidas, que acompañen a aquella prioridad sanitaria.
Por ejemplo, en aquel mes de octubre cada delegación que visitaba otro estadio debía presentarle al locatario una declaración jurada con la nómina completa de personas habilitadas, de las que el club se hacía cargo, luego de exigirles varios requisitos: un formulario con todos sus datos, más un hisopado negativo y un certificado de primera dosis de vacunación.
El local, obviamente, debía requerir los mismos pasos para sus 120 ‘allegados’. No era joda, entonces, acceder a un partido de fútbol.
Así nacieron en las denominaciones cotidianas de nuestro campeonato eso de Zona 1 para los espacios de un estadio por los que circula o permanecen los protagonistas (campo de juego, vestuarios, pasillos de ingreso, etc.), y Zona 2 (diferentes espacios de plateas para los 120 y los 75, allegados de cada institución).
Todo prolijo. Todo muy respetuoso en aquellos primeros partidos en los que, por ahí, aparecía el sonido de un aplauso correcto, o, en algunos pocos momentos, un festejo casi amable en el grito de gol tan esperado.
Casi suizo podríamos definirlo, en medio del agregado de ese sonido ambiente de cancha que las transmisiones televisivas nos metían para que pareciera que era lo que no era.
¿Allegados o barras? Como suele ocurrir en cada cosa que balconea o protagoniza la sociedad argenta, aquellos primeros escarceos para acompañar a la pelota, se fueron al canasto rápidamente cuando con total lógica se empezó a debatir en cada club quién sí y quién no podía calificar para ser reconocido como allegado. Algo así como un rango de difícil acceso y que no estaba previsto en norma estatutaria alguna, ni en categoría de socios para cualquier entidad social y deportiva.
“¿¡Por qué él es allegado y yo no!?”, empezó a escucharse en más de un club a manera de duro reclamo de las dirigencias.
Volvamos a lo anterior. En los estadios solo debería haber protagonistas, más personal de seguridad, controles, médicos, periodistas, dirigentes y esta especie de nuevo rango que para los excluidos empezó a ser algo así como una especie de socios de primera y socios de segunda.
Bolonqui seguro. Parece ser que esto no solo fue un problema argentino. Y ni siquiera solo relacionado al fútbol. En aquel fin de año pudo leerse en algún diario español alguna que otra nota surgida con la llegada de la Navidad, en cuyo alrededor surgió la disputa en eso de las reuniones familiares, que se transformaban en festicholas libres y alocadas.
Escribieron: “El diccionario de la Real Academia Española recoge en una de sus acepciones de la palabra ‘allegado’: “Dicho de una persona: Cercana a otra en parentesco, amistad, trato o confianza.”
Amplio el concepto, y por ende ambiguo, confuso. No sirve para el bolonqui del futbolero argentino, razonamos rápidamente.
Es que, claro, con el paso de los partidos vimos que los “allegados” aplaudían, cantaban canciones, gritaban, presionaban al árbitro, insultaban a los futbolistas y se cruzaban con las delegaciones rivales.
Un desastre ese giro virulento que fue demostrando la fauna de allegados-barrabravas, que ya no lograban ser disimuladas por aquel sonido de griteríos viejos que salían de cada televisor.
Y así aparecieron casos varios en los que esos grupos privilegiados eran promotores de bolonquis en un lugar, aparentemente, reservado para pocos.
Se nos ocurren dos ejemplos, entre montones de situaciones parecidas: En el encuentro en Mendoza entre Godoy Cruz y River, Germán Delfino debió parar el partido por el lío incivilizado de una platea casi llena. “¿Juegan con público acá?”, se preguntó incrédulo el árbitro, ante el accionar alocado de los presentes.
Al terminar el encuentro, el presidente del equipo tombino fue increpado por hinchas que se encontraban indebidamente en la platea. Los reclamos subieron de tono hasta que intervino personal policial.
Más adelante, Boca y Defensores de Belgrano jugaron en el Estadio Ciudad de La Plata, por la Copa Argentina, y allí la cuestión fue aún más bochornosa, con un clima que fue creciendo en violencia de parte de los ‘allegados boqueases/La 12’ contra el árbitro, la condición de equipo del ascenso del rival y, obviamente, los otros ‘allegados/barras’
En el estadio de San Lorenzo pasó algo parecido. También en el mal llamado Clásico del Sur entre Banfield y Lanús (pregunten en Bahía Blanca si eso es el Sur o es el Norte).
En marzo de este año en varios clubes el clima de enojo fue en aumento. Muchos socios que habían seguido pagando su cuota y hasta su inutilizada platea para “colaborar con el club” protestaron airadamente por diversos medios. Hasta amenazaron en algún caso con iniciar acciones legales. ¿Resultado? Fácil, en la siguiente fecha los más protestones fueron invitados a sumarse selecto club de los ‘allegados’ y todo en paz.
A raíz de todo ese emparche, y con el crecimiento de contagios y muertes que vivió el país en el primer semestre de 2021, el fútbol endureció las restricciones y achicó el número de quienes ingresaban a un estadio: podrían asistir solo 50 personas por equipo y un máximo de diez medios de prensa. Ya no se habló ni de testeos, ni de vacunación.
Estamos seguros que todos observamos en cada partido que esa cifra reducida casi nunca se cumplió y que el tono virulento de esos acompañantes se mantuvo cada día. Todo bien argento.
Aunque lo bueno fue que tanto griterío desmesurado y tanta amenaza de muerte al lateral que hacía mal un saque de costado, mantuvo en todo momento ese clima de cancha que tanto añorábamos desde el comienzo y que desde el finde siguiente volverá a generar el ruido verdadero de un partido de fútbol.
Acotemos que en esa transición los socios excluidos dejaron de protestar.
Se sabe que, en una tierra de privilegios como la nuestra, lo único que no es aceptado ocurre cuando el privilegiado es el otro.