Por Gladys Stagno | “Muchos estudiantes no tienen acceso a una conectividad o se conectan por datos, incluso muchas veces tienen un celular para toda la familia. Y eso influyó en que muchos perdieran la continuidad, dejaron de venir. Bajó muchísimo la matrícula de los que pudieron sostener la cursada hasta el final”, cuenta Ariel Rapp, educador del Bachillerato Popular Alberto Chejolán, que funciona en la Villa 31, en el barrio porteño de Retiro.
Sus palabras narran en primera persona una situación que —ahora, que la pandemia atenuada permitió la vuelta a la presencialidad— comienza a verificarse en muchas aulas del país: la deserción escolar se agravó con la pandemia.
Sin datos oficiales todavía, una investigación reciente de la Universidad Torcuato Di Tella, realizada sobre una muestra de casi 150 escuelas en la Ciudad y la provincia de Buenos Aires, arrojó que en la mitad de las escuelas públicas encuestadas un 20% del alumnado no participaba de las clases virtuales. En las privadas, ese porcentaje se reducía al 6%. Los niveles más afectados fueron el inicial, seguido por el secundario.
La pandemia como evidencia
Antes de la pandemia, un relevamiento del Ministerio de Educación estableció que los y las estudiantes fuera del sistema escolar alcanzaban el 10%, lo que significan 1 millón de chicos y jóvenes en edad escolar que no asisten a clase, sobre un total de 11 millones.
“Hay que preguntarse qué pasaba con la escuela antes de la pandemia. Los chicos y chicas tenían muchas dificultades en una asistencia regular y la pandemia trajo efectos devastadores en esta situación. Es decir, a los pibes que tenían dificultades escolares antes, la pandemia los complicó. Y cuando la escuela, en lo virtual, quería hacer como si nada hubiera pasado, los pibes se perdían”, explica Laura Taffetani, referente de la Fundación Pelota de Trapo, que trabaja con infancias y adolescencias en situación de vulnerabilidad en Avellaneda.
A las dificultades que muchos chicos y jóvenes atraviesan para poder continuar con sus estudios, el aislamiento dispuesto para prevenir contagios de COVID-19 sumó nuevas.
“Nos agarró la pandemia casi arrancando las clases y tuvimos que pasar a una virtualidad completa. Ahí se desarticularon mucho los vínculos entre los estudiantes y el bachillerato, y sobre todo en quienes ingresan a primer año, que es un año muy importante para volver a estudiar y para poder reconectarse con la escuela —cuenta Rapp—. En esta propuesta, la continuidad de muchos estudiantes fue muy difícil porque el vínculo cotidiano del aula no estaba”.
El Chejolán, como lo conocen, reúne a estudiantes mayores de 18 años, perteneciente a sectores populares, que han dejado la escuela por distintas razones y a la que académicamente se la llama “población en riesgo educativo”.
“Son personas que están en riesgo de abandonar el sistema educativo por cuestiones estructurales, económicas, sociales. Nosotros habitábamos la escuela todos los días y teníamos un espacio donde también podíamos contener a los estudiantes. Teníamos unos 95 estudiantes y con todo esto quedan alrededor de 50 que pudieron sostener la cursada hasta el final, bajó a la mitad”, detalla el educador.
Por su parte, Taffetani, desde el sector primario, detalla: “El que había podido estar enganchado antes, más o menos la fue llevando. Pero muchos padres y madres, en quienes delegaron la responsabilidad de acompañar las trayectorias, no estaban en condiciones de hacerlo. Eso fue un problemón. Por eso hay muchos chicos que se quedaron en el camino”.
Consecuencias a largo plazo
La expulsión del sistema educativo tiene consecuencias de largo plazo. Desde el Bachillerato Alberto Chejolán, nucleado en la CTA Autónoma, explican que la gente vuelve a estudiar para acceder a mejores trabajos, para poder seguir profesionalizándose con estudios superiores u oficios, o como una “deuda pendiente”. Incluso, muchos egresados siguen vinculados y empiezan a crear organización dentro del barrio porque a partir de la experiencia de transitar en la escuela tienen herramientas para cambiar su propia realidad y poder intervenir en el territorio”.
“Los bachilleratos populares son el sector más relegado de la educación, el sector con menos inversión, con menos oferta educativa, nunca estuvo en el discurso público saber qué pasaba con los adultos y adultas —afirma Rapp—. La oferta de Wi-fi en el barrio es muy escasa, tampoco hay dispositivos en la casa o espacios donde poder sostener las clases, el sostenimiento familiar no existe. Muchos de los estudiantes son el soporte de la familia y muchos también tuvieron que salir a buscar más trabajos y eso también dificultó mucho la continuidad”.
Junto con otros bachilleratos, desde el Chejolán reclaman más presupuesto para el área de adultos (muchas escuelas están sostenidas sin salario docente); para infraestructura, que permita acondicionar las escuelas para lograr una presencialidad cuidada y acorde al protocolo; dispositivos y conectividad para los y las estudiantes; y viandas.
“Esas cuestiones son prioritarias para poder volver a revincularnos con ese trabajo que venimos haciendo. Desde el bachillerato tratamos de reivindicar el volver a estudiar y la posibilidad de generar otro sistema educativo, otra escuela, que pueda transformar las relaciones dentro de la educación”, agrega Rapp.
Y Taffetani finaliza: “La pandemia debe ser tomada en todos los sentidos como una oportunidad para revisar. Porque todo lo que andaba mal, se puso peor. Pero por lo menos se vio que andaba mal, antes no se hablaba de esto. Hay que aprovechar este momento”.
Foto: El Comercio