Por Néstor Espósito | Tres de las principales corporaciones judiciales con ombliguismo porteño salieron a jugar fuertemente en la política nacional.
Aprovechando el golpe de mercado en marcha que amenaza con llevarse puesto al gobierno, la Asociación de Magistrados y Funcionarios del Poder Judicial, la Asociación de Fiscales y el Colegio Público de Abogados de la Capital Federal (con su nuevo presidente, el otrora prócer Ricardo Gil Lavedra) se pusieron a la cabeza de una supuesta defensa de la independencia judicial, ante las críticas de la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, a las que (tarde y mal) se sumó el presidente, Alberto Fernández.
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¿En qué artículo de la Constitución Nacional dice que los jueces no pueden ser criticados por sus actos? La propia Corte Suprema exculpa a las críticas hacia los funcionarios políticos o los personajes que por su rol en organismos públicos están expuestos al escrutinio de la sociedad. Sin embargo cada vez que alguien los cuestiona a ellos, automáticamente aducen que es un ataque a las instituciones. Error: ellos no son las instituciones; apenas unos oscuros inquilinos. Aunque puedan decidir sobre la vida, la libertad, el patrimonio y la honra de los ciudadanos comunes. Como dice una vieja canción de Damas Gratis, “no te creas tan importante”.
Hay, en ese contexto, una curiosa vuelta de tuerca: la cacareada independencia judicial sólo aparece en riesgo para esas organizaciones cuando las critican funcionarios relacionados con el actual gobierno –en sentido estricto- o por sectores políticos alineados con el peronismo en sus distintas formas.
Cuando a mediados de junio de 2017 el entonces presidente Mauricio Macri, furioso por un fallo de la Cámara Federal que había excarcelado a los empresarios Cristóbal López y Fabián De Sousa proclamó: “Los jueces tienen que saber que buscamos la verdad o buscaremos otros jueces que nos representen”, no hubo documentos ni de jueces, ni de fiscales, ni de abogados repudiando tal actitud. Conste que no se trató de una crítica solamente, sino del anuncio (posteriormente concretado) de limpiar de la escena a dos jueces cuyos fallos habían disgustado al Ejecutivo de entonces. Eduardo Farah terminó refugiado en un tribunal oral bonaerense y Jorge Ballestero, tras un infarto, renunció a su cargo para acogerse a una jubilación relajada y alejada de las embestidas del gobierno de Cambiemos. El gobierno de Macri no se contentó con la crítica hacia dos jueces; los borró de la escena. Y los reemplazó con otros que lo representaron (a los que trasladó desde tribunales de mayor jerarquía mediante la firma de sendos decretos). Tanto lo representaron que cuando Macri, ya fuera de la presidencia, tuvo problemas judiciales, esos dos jueces lo beneficiaron en cuanto expediente pasó por sus manos. El último de ellos, el desprocesamiento y sobreseimiento en la causa por espionaje a familiares de víctimas del ARA San Juan.
El fallo que firmaron los jueces Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi acepta que hubo espionaje, seguimientos, fotos, reunión de información sobre viudas, madres, hermanas y novias de los 44 marineros muertos. Pero lo justifica y lo exculpa porque así se protegía la seguridad presidencial. Hacia atrás y, sobre todo, hacia adelante, el fallo consagra una suerte de “vale todo”. Así, por ejemplo, espiar a las hermanas del ex presidente ante el peligro de un marido vividor o una pareja italiana de pasado poco conocido hace a la “seguridad presidencial”.
A nadie se le ocurre quejarse porque esa cuestión de la vida privada se financia “con la nuestra”. A ninguna organización se le ocurre manifestar su preocupación, mucho menos su repudio. Ni recomienda prudencia, cautela ni nada que se le parezca.
Surge aquí la tentación de hablar de una “doble moral”. Error.
Ni doble, ni simple, ni nada. Hay sectores relacionados con la Justicia que no tienen moral. Verdaderos personeros de la nula vergüenza se presentan ante la sociedad como defensores de una república a cuya destrucción contribuyen y en defensa de una institucionalidad que atacan por acción u omisión. No hubo documentos de repudio ni reclamos de mesura cuando el diario La Nación publicó las reuniones reservadas de jueces federales con el jefe de Gobierno porteño y aspirante presidencial por la oposición Horacio Rodríguez Larreta. La explicación que ensayan indica que se trató de “reuniones institucionales”. Que, evidentemente, ni para la Asociación de Magistrados, ni la de Fiscales, ni la actual conducción del Colegio de Abogados afectan siquiera mínimamente la independencia judicial.
Esas reuniones son tan reales como las que sostenían los camaristas Gustavo Hornos y Mariano Borinsky con el ex presidente Macri en Olivos y en Casa Rosada. Los propios jueces reconocieron la existencia de esas reuniones, pero un fallo de la Cámara Federal dijo que no existieron. Por si no se entendió: dos jueces reconocieron las reuniones pero un fallo los exculpó de cualquier cargo porque eso que admitieron, otros jueces dicen que no pasó.
Las reuniones, está claro, existieron. Pero para la endogamia judicial allí no hay nada irregular. En cambio el juez Sebastián Casanello debió probar, invirtiendo la carga de la prueba (!!!!), que él NO se había reunido con Cristina Fernández de Kirchner durante su presidencia en la Quinta de Olivos. Estuvo casi tres años bajo investigación por algo que no había pasado.
Hornos y Borinsky, por algo que sí pasó, fueron sobreseídos en cuestión de meses y el fallo ya tiene fuerza de cosa juzgada. No pueden ni podrán jamás ser juzgados por esos encuentros furtivos y a escondidas, en fechas concomitantes con fallos importantes que beneficiaban políticamente a Macri.
¿Por qué la sociedad tolera esa icorrupción, mpúdica doble vara? ¿Cuál es la razón por la cual un funcionario judicial venal reacciona con pretendida indignación cuando lo critican pero calla y consiente un atropello que en cualquier país del mundo (de esos que suelen recorrer y maravillarse con sus funcionamientos) generaría un estallido político?
Varias respuestas:
1. A ese sector corporativo del Poder Judicial no le molesta la corrupción. Si de alguna manera la corrupción los beneficia, entonces es tolerable y justificable. Y, por supuesto, no punible.
La corrupción es mala sólo cuando es atribuible a un sector social que no es el propio. Para unos el garrote vil (sin siquiera derechos); para otros la tolerancia y la comprensión indulgente. Jueces y fiscales que defecan sobre la igualdad ante la ley.
2. Entre bueyes no hay cornadas. Decía el notable maestro de periodistas Miguel Sintas: “no debe arrojar piedras quien viva en casa de cristal”. La corporación judicial conoce perfectamente qué funcionarios son corruptos. Más aún: les conocen los hechos puntuales en que se corrompieron, por cuánto dinero o qué favores recibieron a cambio. También saben a qué intereses responden (que, claramente, no son los de la Constitución). Pero ellos, que tienen la posibilidad de conocerlo y la obligación de denunciarlo, callan. Al callar, delinquen. El saber popular lo define de manera sabia: “se cuidan el culo entre ellos”.
3. Pagan justos por pecadores. Cientos de jueces y fiscales se esfuerzan cada día por hacer bien y honestamente sus trabajos. Desatienden a sus familias, maltratan su salud, se angustian, sufren y lidian como pueden con un sistema que los agobia. De ellos, que son mayoría, sólo un puñado enfrenta frontalmente a las manzanas podridas. Y los enfrentan hasta ahí nomás. No es por falta de convicciones sino que saben, en definitiva, que es una pelea en la que están condenados a la derrota. En la vida real, a diferencia de Netflix o Amazon, casi siempre ganan los malos.
Decía el miembro de la Corte Suprema Enrique Petracchi que un juez se convierte en independiente cuando traiciona a quien lo nombró. Nuevo error.
Un juez que traiciona a quien lo nombró sólo muestra que es un traidor. Como persona, pero también como juez. Porque los jueces son personas, aunque a menudo no lo parezcan. A contramano de lo que decía Petracchi, aplicar la ley y condenar al Presidente que lo designó (o al funcionario que impulsó su designación) no es traicionarlo sino hacer Justicia. Por el contrario, exculparlo cuando merece ser condenado es violar el juramento que prestó cuando fue designado.
La traición es otra cosa. Y el Poder Judicial está lleno de traidores, no ya a una persona sino a la democracia y al sistema constitucional. Los que suponen que proteger a una ideología, a un interés económico, a un partido político, a una persona o a un agente de inteligencia que influyó en su designación es ser “leal” sólo exhiben su amoralidad, su falta de agallas y sus vulnerabilidades.
El Poder Judicial necesita de cientos de jueces como Carmen Argibay. Pero la mejor de las juezas que parió la Argentina desde el regreso de la democracia murió sin dejar herederos.
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Néstor Espósito: @nestoresposito