(Fragmentos del libro El hombre que ríe: biografía política de Carlos Federico Ruckauf, de Hernán López Echagüe, Editorial Sudamericana, 2000)
Época, para Ruckauf, ministro del Interior de la Nación, repleta de alegrías y pasión. En el verano de 1993, en tanto se reponía de la fatiga en las playas de Villa Gesell, tiene la dicha de conocer a Margarita Maggie Las Heras. Una mujer de treinta y seis años, ex modelo, pocos huesos pero buenas carnes, de rostro alargado, sonrisa abierta y pelo lacio entintado de color rubio con claroscuros. En su libro La Argentina embrujada, Viviana Gorbato transcribe el testimonio de una conocida de Maggie acerca del encuentro: «Yo estaba con ella cuando se lo levantó. Caminábamos por la orilla del mar cuando lo vimos sentado bajo su sombrilla tomando una coca. Como yo estaba todo el tiempo con Maggie, sé también que él la llamó, la pasó a buscar y la llevó a comer. Después se convirtió en su amante». Y, meses más tarde, cabe añadir, en dilecta asistente de Ruckauf en el área de Prensa del ministerio del Interior. Maggie, mujer que solía hacer hincapié en una directa e indiscutible ligazón familiar con el general Juan Gregorio Las Heras, no se había aproximado a Ruckauf excitada simplemente por el deseo o una súbita atracción. Seducir a ese hombre no había sido más que una misión que su alma le había encomendado, de pronto, al verlo. Y debía cumplirla a rajatabla. Una misión filosófica, espiritual, metafísica, o como quiera llamársela. Ruckauf era un notorio miembro del poder político, y hacia allí todas las alumnas de la Escuela de Yoga de Buenos Aires, donde la presunta pariente del general Las Heras gastaba buena parte de su vida, debían dirigir la mirada. Decir, por tanto, como dice la testigo del primer encuentro, que Maggie se lo levantó, suena a insolencia. Maggie lo geishó. El geisheo era una práctica común y ordinaria que todas las alumnas de la Escuela llevaban adelante bajo los influjos del gran maestro Juan Percowicz, fundador de la estrambótica institución. Consistía en el encantamiento de personajes poderosos –del mundo de la política, del sindicalismo, de la industria–, a través de la seducción, del despertar de la concupiscencia, de una prosaica adulación. Y de buen grado Ruckauf se entregó. Con el mismo contento e intensidad con que lo harían posteriormente, entre otros, el dirigente sindical Oscar Lescano y el ex árbitro de fútbol y funcionario del ministerio de Trabajo, Guillermo Marconi.
La Escuela había iniciado sus actividades en la primera mitad de la década del 80 al amparo de una engañosa declaración de principios cuyo último párrafo a muchas personas entusiasmó: “En nuestro país el estudio y la práctica de ideas filosóficas han decaido en forma alarmante en las últimas décadas, y esta falencia es fuente de desencuentros, de un sinfin de angustias existenciales que afectan el bienestar y la salud de nuestra población y el cumplimiento de la grandeza del destino de nuestro país”. Percowicz no hubo de esperar mucho tiempo la afluencia de alumnos. Gente de toda naturaleza comenzó a inscribirse: insatisfechas esposas de militares, familias enteras que allí buscaban recreo existencial, mujeres de tranco displicente, jóvenes de futuro incierto, profesionales de vida opacada a raíz de desarreglos económicos, y dirigentes políticos y empresarios que habían hallado en ese sitio, en la casona de la avenida Estado de Israel 4457, una suerte de acolchado paraíso en el que desahogar sus penurias amorosas y sexuales. Es que el estudio y la práctica de ideas filosóficas no parecía ser el humus que alimentaba las actividades de la Escuela, y menos aún los pensamientos de Percowicz. El gran maestro era un hombre de temperamento fuerte y discurso retórico y penetrante que en los incautos causaba una irresistible compulsión a someterse a sus caprichos. Aunque estos antojos fueran, a primera vista, dignos de reparo. Debemos evolucionar psicológicamente, decía el maestro con aires de criatura supradimensional; debemos despojarnos de estúpidos prejuicios y, a través del conocimiento de nuestro cuerpo, y del sabio empleo de la profusa energía que llevamos en su interior, evolucionaremos, creceremos, experimentaremos, en fin, el sublime contacto con la liberación última y total. “Hay que librarse del yo bajo y egoísta”, repetía, y, al parecer, para lograrlo, era ley librarse primero de las ropas. Así las cosas, con el noble propósito de alcanzar semejante estado de pureza espiritual el gran maestro inducía a sus alumnos a mantener relaciones sexuales en grupo; a los padres les sugería iniciar sexualmente a sus hijos; a los jóvenes que padecían una situación familiar embrollada, les aconsejaba mandarse mudar del hogar, tomar sus petates e instalarse en la paradisíaca Escuela; a los matrimonios les explicaba que los celos constituían una grave dolencia que entorpecía la evolución, de modo que debían arrancárselos de cuajo intercambiando parejas, observándose mutuamente cómo hacían el amor con otras personas, primero de a dos, después evolucionando hacia cuatro, hacia seis, todos entreverados y dichosos hasta sentir el favor de una luz blanca y sagrada que enceguece. La liberación del alma mediante la cachondez y la promiscuidad. El gran Percowicz profesaba una singular inclinación por la contemplación de relaciones lésbicas. El fiel cumplimiento de las tareas encomendadas, y el aporte de buenos fajos de billetes, obtenían como retribución el inmediato ascenso en la jerarquía. En más de una oportunidad, presas de la enajenación, algunos alumnos llegaban a ceder parte de sus bienes al gran maestro. Existían también los esclavos, cuya misión no era otra que responder a las órdenes del instructor durante las veinticuatro horas del día. Pese a que los alumnos pagaban una cuota mensual que promediaba los mil dólares, no infrecuentemente las mujeres eran incitadas por el maestro a ejercer la prostitución en el barrio de la Recoleta con el fin de cosechar dinero para sostener y engrandecer el funcionamiento de la escuela.
Además de la casona en la avenida Estado de Israel, y un local en San Telmo, la Escuela poseía un Centro en Villa Gesell, ciudad que Percowicz consideraba cargada de una fuerza energética inigualable. Aquí el responsable era un tal Rubén Baldoni, ex militante de la agrupación peronista de derecha Guardia de Hierro, y ex ejecutivo de Anssal, a quien Percowicz había sumado a su rebaño esgrimiendo un argumento francamente persuasivo: “Si seguís mis enseñanzas, podrás llegar a presidente de la Nación”. Baldoni, pues, no lo pensó dos veces. El maestro le encargó la creación de una suerte de departamento de Ciencias Políticas. El quehacer de Baldoni no estribaba, claro está, en la realización de mesas redondas acerca de los prolegómenos del Estado, el desvanecimiento de las ideologías o la evolución de los sistemas políticos a lo largo de la historia de la humanidad. No. Su tarea era menos dialéctica: instruía a las geishas de la Escuela. Buen conocedor del ambiente político, en particular del peronismo, indicaba a las alumnas cómo y a quién debían geishar.
A partir del meticuloso trabajo que realizaban las geishas de Percowicz, las charlas y conferencias que organizaba la Escuela solían contar con el impensado sostén de organismos, instituciones y personas célebres: la representación de la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos en Buenos Aires; el presidente Carlos Menem; el ministerio de Cultura y Educación; la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires; la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico; el obispado de Morón; la dirección de la Biblioteca Nacional; el Comité Nacional de la UCR; la Cámara de Comercio Argentino-Uruguaya; el senador Deolindo Felipe Bittel; el intendente de 3 de Febrero, Hugo Omar Curto; la Confederación General del Trabajo.
Presuntos encuentros filosóficos cuyos rasgos más distintivos no eran la hondura del pensamiento o la búsqueda de la sabiduría. En otro pasaje de su libro, Gorbato refiere la experiencia vivida por Julio Bárbaro, ex secretario de Cultura de la Nación: “Bárbaro recuerda haber huido impresionado de una conferencia en la que, mientras el maestro se explayaba en temas filosóficos, una alumna directamente se masturbaba con la mano del gurú pasándola sobre su cuerpo: Cuando ella llegó al orgasmo, él le puso el micrófono en la boca para que se oyeran sus gemidos. Esto ante doscientas cincuenta personas`”.
De la mano de Maggie, Ruckauf ofreció un par de disertaciones en la sede de la Escuela, y, en más de una oportunidad, gestionó el auspicio oficial de diversas actividades. Su incursión por el excelso mundo de la ilustración y la filosofía ha quedado grabada en una de las paredes del salón principal de la casona: un retrato de su carasonrisa, a lápiz, obra de la artista plástica Soledad Pérez, discípula, desde luego, del gran Percowicz.