Por Bruno Nápoli* | La población argentina ha multiplicado sus instrumentos financieros en las últimas cinco décadas, pero el proceso adquirió velocidad notable en el último lustro, cuando las fintech y la operatoria online materializaron una postergada inclusión financiera. Este universo creció exponencialmente con la oferta no solo de bancos digitales –que operan como los tradicionales– como Brubank, Bibank, Openbank o Wilobank, sino también con entidades no bancarias que combinan operaciones financieras con tecnología (de ahí fintech) permitiendo gestionar prestamos, inversiones, seguros, criptos, pero sobre todo pagos. Modo, Mercado Pago, Uala, Naranja X, son solo algunas de la enorme constelación local, donde aparecen más de doscientas cincuenta de estas empresas, llenando los celulares de apps con las que movemos nuestro dinero. Cambios profundos en la gestualidad económica de los cuerpos, que le permiten a estos novedosos emprendimientos ganar dinero solo con tocar la pantalla, e incluso hacerlo sin acercarnos al teléfono, pues nuestras acreencias viajan a inversiones desconocidas a cambio de un rendimiento que muchas veces es mejor que el de la banca tradicional.
Ahora bien, respecto de este último sector, ¿cuál fue su evolución en el mismo período? Hace cinco décadas había 115 bancos en Argentina, para una población de 23 millones de habitantes; hoy, con el doble de población y una infinita gama de instrumentos financieros en esas instituciones, existen 63 bancos, es decir que el sistema se concentró aun mas desde la dictadura para acá. Claro que no son los mismos, pues muchos se retiraron del mercado, algunos se fusionaron y aparecieron nuevos –incluidos los digitales–. Pero lo particular es su reducido número respecto del crecimiento tanto de la banca minorista (personas físicas) como de la corporativa (personas jurídicas/empresas). Al mismo tiempo, la falta de opciones para operar una cuenta sueldo –que siempre es cautiva y depende del gobierno de turno–, la ausencia de créditos blandos para cuestiones básicas como vivienda, más un anquilosado esquema de trámites burocráticos, se condicen con su anticuada legislación.
Y es que, tras el golpe de Estado de marzo de 1976, la dictadura militar se encargó rápidamente de atender los requerimientos de un sistema financiero que le asegurase negocios rápidos, movilidad de “capitales golondrina” y dólares para formar activos en el exterior. Así, el 14 de febrero de 1977, el dictador Jorge Rafael Videla aprobó la Ley 21.526 de Entidades Financieras, que permitió la concentración, la fusión de entidades no bancarias para formar pocos bancos y una libertad desembozada para tomar depósitos y ofrecer tasas de interés que arrastraran dinero productivo a espacios especulativos. Por supuesto, el multiplicador no podía ser infinito, y esa ley contenía una garantía del Estado en caso de quiebra de la entidad que captaba el ahorro, con lo cual fue un gran negocio de oportunidad fundar un banco, tomar depósitos y luego declararse en bancarrota, pues el Estado era siempre el pagador último. Ese torbellino de especulación fue tan grande que la misma dictadura tuvo que cambiar el artículo 56 de la Ley que permitió el desaguisado. Los números son más que elocuentes: desde la sanción de la Ley 21.526 (1977) hasta la modificación mencionada (1979), los bancos pasaron de 115 a 180 en casi tres años. La seguidilla de quiebras y escándalos derivó en la liquidación de muchas entidades, volviendo al número original al final de la dictadura.
Desde 1983 hasta la actualidad, el sistema financiero tradicional logró no solo sobrevivir a cada crisis económica o política, sino también obtener ganancias de ellas. Sobre todo, haciendo grandes negocios con la deuda pública, ya que a partir de la reforma de la Administración Financiera de 1993 (Ley 24.156) los bancos pudieron tomar bonos de deuda estatal y venderlos, para de esa forma no contar los préstamos entre sus pasivos y activar un negocio de refinanciación infinita con las deudas del país, siempre pendiente de dinero extra para equilibrar sus cuentas. Pero el detalle más importante de este concentrado y conservador sistema bancario argentino es que la mentada Ley de Entidades Financieras sigue vigente, con dieciocho modificaciones desde la firma de Videla hasta 2006, y desde allí sin cambios.
Analizando los dos universos financieros, el tech y el tradicional, es claro que en el segundo la falta de rapidez en las operaciones, la imposibilidad de préstamos accesibles, la ausencia de opciones para elegir banco y los disfuncionales homebanking que ralentizan cualquier trámite son elementos que permitieron un rápido crecimiento del ecosistema alternativo, que aun tiene mucho espacio por colonizar. Pero, amén de las deficiencias del tradicional, con su legislación resabio de la dictadura y sin modificaciones en las ultimas casi dos décadas, sus instituciones nunca se ocuparon de los cambios operados a su alrededor, ni de las necesidades de una población que demostró aceptar sin problemas la inclusión financiera (vaya como ejemplo la proliferación de apps en millones de dispositivos).
Pero surge otro dato interesante del cruce entre sistemas: no existe en la actualidad una legislación de las fintech. A la fecha, el Estado argentino se ha conformado con la regulación que establece el Banco Central para controlar el total de operaciones de las más de doscientas cincuenta empresas existentes; ha encargado a la Comisión Nacional de Valores (CNV) regular las dedicadas a crowdfunding e inversión y a la Superintendencia de Seguros las dedicadas a ese rubro. Y para quienes proveen los activos virtuales mas especulativos y opacos –las cripto–, recién en este 2024, y por presión del GAFI (Grupo de Acción Financiera Internacional), el Estado decidió modificar la legislación de Lavado de Activos (Ley 24.246), encargando como contralor de este universo también a la CNV.
Ante este panorama, podemos conjeturar opciones: tal vez no sea necesaria una legislación total sobre el volátil y cambiante universo Fintech; y quizás sea mejor no repetir la dinámica de la dictadura militar, que anquilosó el sistema tradicional y permitió que este, a su vez, se aprovechara de esa herencia legal para ser el sector más rentable del país a pesar (y a partir) de sus crisis. Pero todo ello debería ser parte de un debate más amplio acerca de qué hacer, en función de los actores principales de ambos ecosistemas: los ciudadanos y su dinero, que son finalmente, aunque muchas veces no lo sepan, los que mantienen con sus ahorros todo el sector financiero –sea físico o virtual–. Una deuda de la democracia, que debería alguna vez ajustar cuentas con los ganadores eternos del sistema a costa del dinero ajeno.
*Publicada en SANGRRE
* Bruno Nápoli es docente, ensayista e investigador de historia reciente en delitos económicos