Por Esteban Rodríguez Alzueta (*) | La clase media es la expresión de la movilidad social ascendente, producto de la intervención virtuosa y planificada del Estado. No fue magia, sino el resultado de los desafíos que encaró el peronismo, en algunos de sus gobiernos, para comprometer al Estado en la justicia social y la ampliación de derechos.
Otro invento peronista renegado
La clase media es uno de los mejores inventos del peronismo, casi una marca registrada, por lo menos entre los países de la región. Dicho de otra manera: con el peronismo, la clase media dejó de ser un privilegio. El peronismo le abrió la puerta de las clases medias a los trabajadores.
Sin embargo, las clases medias –en plural– experimentan la movilidad con extrañamiento y lejanía. Sus integrantes reniegan de ese pasado más o menos cercano, saben que vienen de abajo y a veces muy abajo, que sus padres o abuelos fueron trabajadores de fábrica, peones de campo, peritos mercantiles o empleados en comercios, laburantes en servicio doméstico. Pero la distancia que hay entre las generaciones presentes y sus ancestros es la distancia que existe hoy día entre el kirchnerismo y el peronismo, pero también entre el PRO o el “cordobesismo” y el peronismo, y entre la Libertad Avanza y el peronismo también. Las clases medias suelen encontrar en la política una forma de tomar distancia, de distinguirse, pero también una manera de serruchar la rama que la sostiene.
Como señala el historiador Ezequiel Adamovsky, en la Historia de la clase media argentina, “ser de clase media era una forma de diferenciarse de las identidades que proponía el peronismo, centradas en el trabajador como figura principal de la nueva nación que se buscaba construir”. Empezar a formar parte de la clase media, sentirse de clase media, era darle un lugar de orgullosa superioridad frente a los trabajadores que fueron o seguían siendo, una manera de trazar una frontera identitaria que contrarrestaba los lazos políticos entre los trabajadores y los grupos medios, separando y dividiendo el cuerpo social.
En efecto, las clases medias hicieron –y siguen haciendo– muchos esfuerzos para borrar su pasado. ¡Esta es su gran batalla cultural! A través de una carrera universitaria, viajes por el mundo, la escuela privada para los hijos, una casa en otro barrio residencial alejada del resto de la parentela, mucho rugby y hockey, fiestas exclusivas, y la adscripción a determinados programas de entretenimiento (léase: a programas periodísticos) pudieron perfilar otras identidades para sus vidas y sentirse moralmente superiores. Cuanto más invierten en reproducir las distancias, más olvidadizas y más ingratas se vuelven.
Una manera de renegar de ese linaje es cargarlo a la cuenta de los méritos individuales, un esfuerzo familiar que llega con anécdotas que repiten sin comprender, desapercibiendo la historia que existe detrás. Como si las trayectorias biográficas se desplegaran en el vacío social y no tuvieran un contexto histórico. La herencia patrimonial y las nuevas costumbres en común blindan los trayectos familiares.
Esa negación no les saldrá gratis a las clases medias y la llevarán con culpa y odio. Una culpa que macera en el resentimiento y el odio que despotrican cuando las expectativas cabalgan por delante de la billetera. Una culpa que vivirán con disimulo hasta que las inclemencias económicas les recuerden su vulnerabilidad y origen social. El estatus no es para siempre, si están en el medio es porque pueden subir pero también bajar. Y está visto que se suele bajar más rápido de lo que cuesta subir.
La ampliación fragmentada de la clase media
La expansión del consumo encantado en la sociedad neoliberal fue reconfigurando la movilidad social. El peronismo amplió las filas de la clase media pero el neoliberalismo se encargó de multiplicar las jerarquías, la fragmentó. El mercado introdujo una serie de escalas que contribuyó a borrar sus contornos. Nunca se sabe dónde empieza y dónde termina la clase media.
Sabemos que el consumo no genera conciencia social, sino más ganas de seguir consumiendo. La cultura del consumo y el dinero fácil arrasaron con los valores de austeridad, respeto y solidaridad que existieron entre los trabajadores en Argentina. En la medida que el consumo llega con otros valores, poco a poco, en las últimas décadas, la fueron acercando hacia las ofertas propuestas por las nuevas derechas.
Valores individualistas que introducen la competencia entre las personas, fomentando sentimientos de codicia y envidia; valores egoístas, que encierran a las personas sobre sí mismas y su círculo familiar; y valores meritocráticos que convierten al talento individual en la medida de todas las cosas. El rango social está determinado por el mérito, es el resultado del esfuerzo y la dedicación individual.
Todos estos valores fueron licuando la empatía y los valores solidarios, el espíritu de camaradería, el sentimiento comunitario que caracterizaba a la clase trabajadora. Porque también las clases trabajadoras –o sectores de ella– fueron renegando de su clase o ya no se sienten formando parte de la clase trabajadora. A juzgar por sus condiciones objetivas siguen siendo parte del proletariado, pero si comprendemos sus vivencias, los valores con los cuales se sobre-identifican, sus expectativas, los rituales que practican, la antipatía política, están más cerca de la llamada “clase media”.
La ampliación de la clase media tiene lugar en el terreno de las subjetividades. Son trabajadores que se sienten integrantes de esas clases, aspiran tener las cosas que tienen las clases medias y aspiran también a hacer las cosas que hacen estos sectores. “Aspirar” significa no sólo hacerse propietario o comenzar a pagar ganancias, sino abrazar el individualismo, el egoísmo y la meritocracia. Sus aspiraciones están hechas de turismo global, espectáculos internacionales, gastronomía sofisticada, autos, atesoramiento de dólares y muchos electrodomésticos de última generación. Todo esto no solo fue corroyendo a la clase trabajadora, sino ampliando el magma que compone la clase media.
En una sociedad atravesada por un antiperonismo perenne, la demonización del peronismo atenta contra la continuidad entre las distintas generaciones. Formar parte de la clase media implica tomar distancia del mundo de los trabajadores y sus representaciones. Ser de clase obrera, tener un origen trabajador, no es algo para celebrar y se vive con vergüenza o mucha indiferencia. El trabajo no es motivo de orgullo. Hay que evitar quedar asociado a las clases bajas, escapar de la estela cultural que deja la clase obrera en las trayectorias familiares. Pertenecer a la clase media para evitar sentirse despreciado por los demás.
Caída libre y pasaje al acto
Ahora bien, por un lado, muy pocos trabajadores pudieron escapar a su condición de trabajador, y, por el otro, muchos que pudieron hacerlo, que ahora experimentan el trabajo con otros valores y han desarrollado otros rituales para sus vidas y las de sus hijos, corren el riesgo de estancarse o retroceder unos cuantos casilleros en el juego de la vida. Gran parte de ellos viven la inmovilidad social o la movilidad social descendente no sólo con mucho miedo, vergüenza o angustia sino con resentimiento.
Ya no se sienten parte de una clase y los partidos y sindicatos tienen dificultades para representarlos. Un individuo de clase media es alguien que mira el mundo por el ojo de su cerradura, esto es, a través de los deseos de la familia y su círculo afín. No hay perspectiva de clase, ya no se mira el mundo con las dificultades que pueda tener el otro. Están solos, se sienten solos y quieren permanecer sueltos, desapegados de la política. De hecho frecuentan la política de la misma manera que recorren un shopping. Para ellos votar a un candidato es lo mismo que elegir entre un frasco de mayonesa o una botella de vino. La mercantilización de la política transformó a los ciudadanos en consumidores, y si los funcionarios no pueden satisfacer las expectativas que les crearon no dudarán en pasarse de góndola. Nunca se comprometen, ni participan de los debates colectivos, se limitan a reproducir las consignas enlatadas y lo hacen cada vez más irascibles, tomados por la “bronca” o la “rabia” que les genera la inflación que licua su capacidad de consumo. Imaginan que las cosas podrían ser de otra manera y no lo son, saben que sus sueños corren peligros y, llegado el caso, están dispuestos a arrastrar al resto en su caída libre.
El odio a los pibes chorros, pero también a los K o a los militantes de izquierda, el desprecio a la gente que vive en la calle, el bullyineo constante a los inmigrantes de países limítrofes, la aversión que les produce la gente que viaja amontonada en el tren, a los laburantes, los cartoneros, feriantes, los piqueteros y sindicalistas no es un fenómeno aislado. En parte es producto de una sociedad con profundas desigualdades sociales, pero sobre todo, como ha señalado el sociólogo François Dubet, con desigualdades individuales que el mercado multiplica constantemente, y, agregamos nosotros, por los desarreglos que genera el Estado a través de los beneficios sociales (sienten que les sacan su dinero para dárselos a los ociosos, a los vagos, choriplaneros).
Todas esas categorías sociales empiezan a ser ridiculizadas por la gente que se siente clase media, hasta volverse objeto de caricaturas y mentiras, hechas de cinismo y mucha indolencia. Esas palabras filosas no son inocentes, saben que para perseguirlos sin culpa, hay que desaprobarlos o enemistarse con ellos. El odio es una manera de compensar la decadencia pero también una forma de justificar una sociedad desigual. Una manera de decirles “yo no soy vos”, “no quiero tener nada que ver otra vez con vos”.
El antiperonismo se completa y profundiza con una nueva agenda anticasta, que les permite sentirse lejos del mundo de los trabajadores, pero también de un Estado que está lejos, pero debería estar más lejos todavía. No importa que sigan dedicando su tiempo a producir bienes o servicios cuyo destino no depende de ellos. Acá, lo importante, es que se sientan cada vez más lejos de sus trayectorias sociales. Cuando se piensan desde un lugar donde no se encuentran, cuando no pueden leer un problema al lado de los otros problemas, desacoplando las causas de los efectos, no sólo están dispuestos a hacer los sacrificios que tengan que hacer sino a volverse en contra de aquellos que defienden sus propios intereses. Dicho con una metáfora propuesta por el sociólogo Jock Young: cuando el edificio tambalea y sentimos vértigo o miedo a caer, no sólo tendemos a aferrarnos a las fantasías que alguna vez nos maravillaron, sino a los fantasmas donde fuimos entrenados. No solo estarán dispuestos a entregar su voto a aquellos que prometan y sostengan sus expectativas culturales, sino a movilizar el odio guardado hacia aquellos otros sectores sociales de donde provienen y no quieren volver nunca jamás.
(*) Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos,Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil,Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.
(*) Publicada originalmente en Revista Malas Palabras.