Por Natalia Carrau* | El narcotráfico, las migraciones forzadas, el crimen organizado, la desigualdad, el libre mercado como “estrategia país”, las grandes empresas conduciendo el capital y la crisis climática son fenómenos que necesitan un análisis en clave transnacional. Las variables nacionales no son suficientes para comprender su alcance y configuración ni para proporcionar respuestas efectivas.
En América Latina y el Caribe, ningún país escapa de estos fenómenos transnacionales que se originan, consolidan o escalan a nivel internacional para luego desembarcar en el plano regional y nacional, estableciendo una relación dialéctica entre estos dos niveles.
¿Qué se ha construido para responder a estos fenómenos transnacionales? En el mejor de los casos, políticas públicas nacionales débiles, sin dientes. En el peor, ausencia de políticas y espacio libre para actores transnacionales que socavan los tejidos sociales según sus propios intereses.
Algunos ejemplos:
- La respuesta a la inseguridad, al crimen organizado y al narcotráfico está dominada por políticas de seguridad nacional militarista, una atrofia penal absolutamente funcional a las lógicas punitivistas, una política de mano dura y tolerancia cero que están diezmando los territorios más populares de las periferias, y profundizando el discurso aporofóbico y racista.
- La militarización impuesta por el gobierno de Nayib Bukele en El Salvador controló en apariencia el accionar criminal de las pandillas pero a un costo enorme: hacinamiento en cárceles, encarcelamiento de menores, violaciones a los derechos humanos, personas privadas de libertad sin debido proceso o condena.
- Las políticas del libre mercado (libertad financiera y dolarización como dos ejemplos claros), oficiaron de cómplices en el desembarco, expansión y fortalecimiento de las redes del narcotráfico y el crimen organizado, reforzando viejas y nuevas formas de intervención extranjera como las que llegaron dentro de los llamados sistemas de preferencia generalizada (cuotas específicas de productos de exportación) disfrazadas de lucha contra el terrorismo y el narcotráfico.
- Las respuestas a la desigualdad se chocan de frente con la constatación de que un grupo obscenamente reducido de personas concentran un enorme porcentaje de la riqueza en los países, pero también en el mundo. La financierización de la economía ha permitido que el capital financiero controle sectores enteros de la economía real.
- El libre mercado se traduce en libre comercio y los países se embarcan en negociaciones en solitario con organismos financieros internacionales y en tratados de libre comercio (TLC) con países industrializados profundizando el patrón primarizador de las economías, la dependencia de una canasta exportadora basada en productos primarios extractivos con escaso valor agregado, crecimiento del empleo en condiciones de informalidad, incremento de las violaciones a los derechos laborales, empeoramiento de condiciones laborales en los sectores de mayor crecimiento después de la vigencia de los TLC.
- La crisis ambiental, que hoy es una realidad cada vez más cotidiana para los pueblos en la región, es atendida en negociaciones multilaterales en la que los países de América Latina y el Caribe participan con escasa o nula articulación previa regional. La incidencia de nuestros países en las políticas climáticas es cercana a cero. Somos receptores de reglas y políticas que define e impone el Norte global.
Murió Kissinger, pero el siglo XX no
Kissinger, el principal arquitecto de las políticas imperiales de Estados Unidos luego de la II Guerra Mundial, defendió muy bien el rol estratégico de las flamantes instituciones multilaterales o intergubernamentales bajo el lema: “El que gana, se lleva la mejor parte”. Sin embargo, las instituciones de la gobernanza multilateral no fueron suficientes (porque fueron diseñadas para ese propósito) para detener el abuso de poder de algunos Estados de vocación imperialista. Quizás el mejor ejemplo del inicio de esta debacle fue la inacción y parálisis del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU), con la cruzada occidental liderada por Estados Unidos luego del 11-S, y hoy con el genocidio que perpetra Israel en Gaza o la crisis en Haití.
Pero no solo algunos Estados están en la lista de roedores natos de instituciones intergubernamentales. Actores corporativos-empresariales han militado la infiltración y parálisis de estas instituciones. La ONU y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) son dos claros ejemplos de fuerte captura corporativa de parte de agentes empresariales transnacionales y de un puñado de países. Hemos pasado de la consulta a la “sociedad civil” y el diálogo tripartito a la institucionalización del lobby más recalcitrante del capital transnacional. La ofensiva de la Organización Internacional de Empleadores (OIE) ha logrado rediscutir derechos fundamentales del trabajo, cuestionando su aplicación, el alcance y hasta su obligatoriedad, atacando de manera explícita el derecho a huelga.
El avance de la extrema derecha articulada y organizada a nivel global como por ejemplo VOX de España que impulsó la “Carta de Madrid” y ya tiene sus franquicias latinoamericanas y cerca de 15.000 adherentes con un programa político claro: atacar frontalmente el rol del Estado y deteriorar las instituciones democráticas. Estas derechas extremas comparten “valores” y “amenazas” comunes (ideología de género, marxismo cultural, cambio climático). Hoy proliferan los diseñadores de identikits ultra: los Milei, las Meloni, los Trump, los Abascal o los Orban (y la lista seguirá creciendo). La organización de esta extrema derecha es tal que celebran encuentros internacionales y reciben financiamiento de grandes fortunas ultraconservadores, como es el caso del grupo “Hazte Oír” y “CitizenGo” a VOX, según revela Wikileaks.
¿Qué estamos haciendo para enfrentar estos fenómenos? ¿Qué papel puede jugar América Latina y el Caribe? ¿Qué significa la integración regional en un mundo atravesado por fenómenos transnacionalizados? Necesitamos nuevas categorías porque para responder a estos fenómenos hay que radicalizar el internacionalismo enraizándolo en la práctica política cotidiana.
Trascender la dimensión nacional no es una preocupación nueva. La clase trabajadora históricamente tuvo ese reflejo entendiendo incluso que “trabajador” es una categoría universal y universalizable.
Un nuevo internacionalismo necesariamente deberá reflejar el crisol de las diferentes sensibilidades presentes en las expresiones populares. Ya no podrá limitarse al obrerismo aunque su accionar haya ido más allá de las reivindicaciones estrictamente laborales. Por ejemplo, estuvieron al frente de la lucha contra el ascenso del fascismo en Europa.
Las expresiones del feminismo popular forman parte de la clase trabajadora. Han forjado su lucha en espacios hostiles, en los márgenes de las estructuras tradicionales de organización como los sindicatos o los partidos de izquierda. Dejar que polinice las estructuras sindicales y que éstas hagan lugar a sus reivindicaciones implica transformar las estructuras tradicionales y al mismo tiempo, fortalecerlas. Un nuevo internacionalismo sin la potencia del feminismo popular está condenado a desteñirse.
Como con el feminismo popular, la justicia ambiental también ha estado en los márgenes de la conversación y ha habitado espacios hostiles en parte por falsas dicotomías que confronta naturaleza con producción o naturaleza con trabajo. Por demasiado tiempo la cuestión ambiental estuvo en manos de ONG. La construcción de un movimiento popular por la justicia ambiental es hoy un proceso activo y germinal. El movimiento campesino y sin tierra ha incluido desde sus inicios la preocupación por la justicia ambiental y han construido alianzas estratégicas con otras organizaciones que ha puesto en la mira la necesidad de trabajar hacia un cambio de sistema cuyo foco esté en garantizar las justicias (social, económica, ambiental y de género).
Necesitamos ese sindicalismo sociopolítico, esos feminismos populares y ese ambientalismo popular; la tracción y programática de las organizaciones indígenas y campesinas; la interseccionalidad de las luchas antirracistas y de las negritudes. La solidaridad internacionalista brilla en estos actores para denunciar la arremetida de la extrema derecha en Argentina, o el genocidio del pueblo palestino, por citar ejemplos cercanos e influyentes.
La solidaridad internacionalista nos ha permitido reconocernos en las luchas de otros en otros países y regiones. Construir internacionalismo hoy significa ir más allá de la solidaridad y tejer articulaciones, instituciones, cooperación que sea capaz de mostrarnos un horizonte de justicia, igualdad y democracia.
*Natalia Carrau es integrante de REDES-Amigos de la Tierra Uruguay