Con D10S en el infierno
La historia jamás contada de la internación de Diego Maradona en la clínica psiquiátrica de Parque Leloir, desde la perspectiva de su enfermero personal.
Me llamo Eduardo, aunque todos me dicen Lalo, por mi viejo. Soy el enfermero que pasó junto a Diego Maradona por un lugar que muchos llamarían infierno. Hoy, años después de aquella experiencia, aún me pregunto cómo sobrevivimos ambos a esos 133 días. Pero empecemos por el principio…
La noticia se extendió como fuego en campo seco: el eterno diez, el mejor de todos los tiempos, había sido ingresado en una clínica psiquiátrica. ¿Qué misterios guardaban esos muros que ahora cobijaban al genio caído?
Qué cosa con Diego, como con el asado de los domingos, no tiene términos medios. O está a punto y delicioso, o se quema todo. Y ahí estaba yo, un enfermero de guardapolvo gastado y paciencia en oferta, parado en el umbral de una clínica de Parque Leloir, a punto de entrar al corazón de un drama que tenía tanto de tragedia griega como de sainete argentino.
«Te toca a vos, campeón», me dijeron en la puerta. Y claro, ¿quién iba a ser si no yo?
Como si la elección fuera algo democrático, algo que uno pudiera declinar amablemente. En ese momento, no sabía si me habían elegido por mi profesionalismo o porque era el único con la locura suficiente para aceptar el desafío de cuidar a Diego Armando Maradona en una clínica de salud mental. La tarea no era poca cosa: velar por un genio de botines dorados cuya mente era un ring de boxeo donde sus propios demonios le daban pelea todos los días.
¿Miedo? No. Nunca tuve. Los años atendiendo pacientes en recuperación cardiovascular, trasplante cardíaco y emergencias me daban tranquilidad. El problema estaba en la presión mediática que generaba el caso; afuera cientos de periodistas de todo el mundo buscaban un dato, un rumor, una noticia. Histeria colectiva en propios y extraños todo el tiempo. Hasta el presidente Néstor Kirchner llamaba diariamente para saber cómo estaba el Diez. De ese clima había que abstraerse y concentrarse solo en la salud de Diego.
El primer encuentro fue algo que ni en mil vidas podría olvidar. Diego, con el pelo alborotado como si hubiera salido de una tormenta eléctrica. Como su enfermero, me convertí en un testigo obligado y mudo de esta tragedia. Sus ojos, que alguna vez miraron al mundo con la intensidad de quien lo posee todo, estaban ahora opacos, como vidrios empañados por la desesperanza. Y ahí, en ese cruce de miradas, supe que no iba a ser fácil. Que Diego no era un paciente cualquiera, sino un universo entero con sus propias reglas, sus propias grietas.
Cada día en esa clínica era un partido distinto. Había mañanas en que Diego se levantaba con ganas de pelearle al mundo y otras en las que el mundo le ganaba por goleada. Yo estaba ahí, con mi termo de mate y mi libreta de anotaciones, apuntando cosas que a veces no tenían sentido, pero que de alguna manera capturaban la esencia de lo que significaba estar cerca de él.
Pero no todo era tragedia ni drama. También había momentos de una lucidez y una ternura que te dejaban sin aire. Recuerdo una tarde en que me dijo: «¿Sabés qué pasa, Lalo? Yo no quiero ser Diego Maradona todo el tiempo. A veces quisiera ser solo Diego, el que jugaba descalzo en Villa Fiorito». Y ahí entendí que lo que más pesaba en su vida no eran los trofeos ni las derrotas, sino esa mochila invisible de ser un ídolo eterno, una estatua viva que la gente miraba pero que nunca terminaba de entender.
Ahora, mientras escribo esto, me doy cuenta de que esos 133 días fueron más que un trabajo; fueron una lección de humanidad. Porque Diego, con todas sus contradicciones, era tan humano como cualquiera de nosotros, solo que con una luz que lo hacía brillar y unas sombras que a veces lo consumían.
Así que, lector, lo invito a sumergirse conmigo en esta crónica. No es solo la historia de un hombre; es la historia de todos los que alguna vez tuvimos que luchar contra nosotros mismos.
Bienvenidos al infierno. O, mejor dicho, a la vida misma.
Capítulo 1: Del cielo al infierno
El 22 de junio de 1986, el Estadio Azteca se transformó en un templo donde el fútbol era una religión y Diego Armando Maradona, su dios terrenal. Fue en ese minuto 55, entre el calor sofocante y el rugido ensordecedor de más de 114.000 almas, cuando Diego dibujó la obra maestra que dejó a los ingleses tendidos como soldados vencidos en un campo de batalla. Era el «Gol del Siglo», inmortalizado por las palabras de Víctor Hugo Morales, que todavía hoy resuenan como una plegaria en los corazones argentinos:
“La va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial, deja el tendal y va a tocar para Burruchaga… ¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-tata-ta-ta… Gooooool… Gooooool… ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol!
¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme… Maradona, en recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… Barrilete cósmico… ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina?
Argentina 2 – Inglaterra 0. Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona… Gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2-Inglaterra 0.”
Barrilete cósmico… ¿De qué planeta viniste? Tenía razón el uruguayo… Ese día, Maradona no solo anotó un gol, sino que ascendió al Olimpo del fútbol. Sin embargo, la caída desde las alturas, como en toda tragedia griega, es inevitable.
9 de mayo de 2004. 15 horas
La clínica psiquiátrica en Parque Leloir no tenía nada de glamour. Sus paredes eran grises, opacas, como si el tiempo se hubiera detenido en un rincón donde las victorias no se celebran y las derrotas se enfrentan en silencio. Fue allí donde Diego llegó, esta vez no como héroe, sino como un hombre quebrado, cargando más de 120 kilos de peso y toneladas de historias que pesaban aún más.
Lo trajeron sedado, en una ambulancia que parecía tan ajena a su figura como lo era el silencio que acompañaba su ingreso. Afuera, los fanáticos y los flashes de los periodistas intentaban apropiarse de un pedazo más de su leyenda. Adentro, en cambio, el ambiente era austero, casi irreal. Una cama, un televisor y una mesa con dos sillas componían el escenario donde se libraría esta nueva batalla, más cruenta que cualquier partido que hubiera jugado antes.
Cuando lo vi por primera vez, sentado en la cama, no era el Maradona del ’86. Su mirada no contenía la chispa de Villa Fiorito ni el fuego del Azteca. Era una mezcla de cansancio y rabia, como si supiera que esta pelea era contra un enemigo invisible y traicionero: él mismo.
—¿Cuánto tiempo me voy a quedar acá? —preguntó Diego con voz áspera, aunque ya sabía la respuesta. En su interior, quizás, la negaba. Pero afuera, el parte médico era implacable: “miocardiopatía dilatada, hipertensión y apnea de sueño”; secuelas de un abuso que había llevado su cuerpo al límite y, sobre todo, una curatela legal que lo mantenía confinado.
Cuidarlo era como intentar domar un huracán. Su oposición al tratamiento era férrea, su espíritu rebelde, inquebrantable. Se resistía a tomar medicación, rechazaba la comida saludable y su temperamento era como todos se pueden imaginar. Era el mismo Diego que insultaba a los italianos que silbaban nuestro himno en Italia ’90. El mismo de la “Batalla del Bernabéu”, donde protagonizó la batalla campal entre Barcelona y Athletic Bilbao. El mismo que echó a balazos a los periodistas que le hacían guardia en la casaquinta de sus padres en Moreno. A ese Diego me tocaba cuidar. Así que imagínense.
Pero con el tiempo comenzaron a asomarse destellos de humanidad. En una de esas madrugadas en vela, me confesó, mirando por la ventana:
—¿Sabés? A veces me gustaría que nadie me conociera. Que pudiera caminar por la calle sin que nadie me pida nada. Pero, ¿sabés qué es peor? Cuando te olvidan.
Fue en esos momentos cuando entendí que Diego no solo cargaba con su cuerpo, sino con el peso de ser un mito viviente. Había días en los que la nostalgia por sus triunfos lo hacía sonreír, y otros en los que las sombras lo arrastraban a un abismo del que parecía imposible salir.
Sin embargo, aún en sus momentos más oscuros, había algo en Diego que seguía luchando. Una chispa que se negaba a apagarse. Esa chispa, la misma que lo había llevado a gambetear ingleses y levantar la Copa del Mundo, era lo que lo mantenía vivo.
Y así, día tras día, acompañé a Diego en su lucha. Lo vi caer y levantarse, gritar y llorar, reírse de mis chistes malos; porque si en algo coincidíamos era en el humor ochentoso, tonto, del doble sentido, sin deconstruir.
En esos 133 días entendí que Diego no era un dios ni un demonio. Era, simplemente, un hombre que había vivido demasiado y que ahora intentaba salvar lo que quedaba de sí mismo.
Esta es su historia, narrada desde el otro lado de la cancha. Una historia de gloria y fragilidad, de gambetas y caídas. Una historia que, como todo lo que tocó Diego, es imposible de olvidar.
Capítulo 2: El encierro inevitable
Durante el encierro, el tiempo no transcurre: se enrosca, se repliega, se dilata. En las historias que nos contaban de chicos, había héroes que enfrentaban dragones. En esta, el dragón era invisible y vivía dentro del héroe. Diego, ese hombre que hacía trizas las leyes del fútbol y de la biología, era también su peor enemigo.
Año 2000, Punta del Este. El parte médico parecía un guion de una tragedia inevitable: “Crisis hipertensiva, arritmia ventricular y apneas de cinco o seis segundos”. En sus venas y pulmones, el rastro de la cocaína escribía otra historia de excesos. Pero Diego no era fácil de vencer. Se levantó de esa como quien se sacude el polvo después de una caída en la canchita de Villa Fiorito.
En abril de 2004 el escenario cambió, pero no el drama. Ingresado en estado crítico, esta vez el respirador artificial se convirtió en el árbitro que dictaba el tiempo suplementario de su vida. Pero, una vez más, el tipo que desafió a Inglaterra gambeteó a la muerte, como si la guadaña fuera un defensor torpe que no sabía marcarlo.
Ahora, en la clínica de Parque Leloir, el eco de su leyenda retumbaba en cada rincón. Diego no era solo un paciente; era un torbellino. Las paredes blancas del lugar no estaban preparadas para contener el huracán de emociones que desataba. Podía ser tan encantador como un tango bien cantado, o tan impredecible como un penal mal pateado.
Su mundo no conocía límites. “No” era una palabra extranjera en su idioma. Los médicos se despojaban de su rigor profesional, suplicando su aprobación, casi temerosos de contradecirlo. Solo uno parecía contener las tempestades del genio: Alfredo Cahe, el confidente que Diego aún se permitía escuchar. El resto, simples espectadores de un partido en el que solo jugaba él.
Los días en la clínica eran un vaivén de emociones. Había momentos de calma que duraban menos que un entretiempo, seguidos de tormentas que sacudían todo. En una ocasión, Diego pasó días encerrado en su habitación. Las paredes parecían acercarse con cada uno de sus suspiros, como si incluso el espacio quisiera devorarlo.
Los muebles rotos y las marcas en las paredes eran testigos mudos de su encierro, de la furia que lo asfixiaba.
«¿Por qué estoy preso? ¿A quién maté?», murmuraba entre gritos y sollozos. Su furia no era solo contra los demás, sino también contra sí mismo, contra las cadenas invisibles que lo tenían atrapado. Hubo momentos en los que el Diego humano, no el mito, se asomaba. Una tarde, con los ojos llenos de una tristeza que no podía esconder, me pidió que lo desatara.
—Hermano, soltame las manos, por favor.
Lo hice con la cautela de quien libera a un animal herido. Lo ayudé a darse una ducha, como si el agua pudiera lavar no solo su cuerpo, sino también los restos de tantas batallas perdidas. Cuando se vistió con ropa limpia y se sentó a comer la comida que su madre le había enviado, por un instante vi en él al pibe de Fiorito, al que soñaba con gambetear al destino.
Una tarde, en un momento que nunca olvidaré, me abrazó con fuerza. Sus lágrimas mojaron mi hombro, y sus palabras quedaron grabadas para siempre:
—Hermano, nunca, pero nunca me voy a olvidar de vos.
Ese día, entendí que Diego no era solo un ídolo caído, ni un mito luchando por mantenerse de pie. Era un hombre buscando redención en un mundo que nunca le dio descanso. Y yo, solo un espectador privilegiado, vi de cerca al verdadero Maradona: el que no salía en los titulares, el que peleaba cada día por encontrar un poco de paz.
Capítulo 3: El sendero hacia la recuperación
En la vida de Diego, los rayos de luz nunca llegaban mansos; eran relámpagos que rompían cielos oscuros. Y así, en medio de la tormenta, un atisbo de claridad comenzó a asomar. La terapia dejó de ser un castigo y empezó a transformarse en un refugio, una balsa en la que él, el eterno náufrago, podía flotar por momentos.
Quizás, por primera vez, entendió que ese tratamiento no era una prisión, sino una posibilidad.
Es muy difícil explicar el tratamiento para la desintoxicación de drogas. Se utilizan medicamentos para controlar síntomas específicos inmediatos al desintoxicarse, como insomnio, depresión severa, ansiedad extrema, agitación psicomotriz, alucinaciones, paranoia y cravings (fuerte deseo de consumir una droga, caracterizado por un deseo intenso de consumir una sustancia que, si no se realiza, produce un poderoso sufrimiento físico y/o mental).
La desintoxicación en Diego, aunque parezca contradictorio, podía tener consecuencias graves para su salud, como taquicardia, hipertensión arterial, riesgo de infarto o muerte súbita. Por eso, en la habitación contigua, una suerte de unidad de cuidados intensivos aguardaba, lista para cualquier emergencia. Los monitores, medicamentos, aparatología de última generación y, siempre, una ambulancia estacionada cerca, como un recordatorio silencioso de la fragilidad de la vida. Diego nunca lo supo, pero detrás de esa aparente calma, un ejército de especialistas lo vigilaba.
Era como desactivar una bomba atómica: íbamos bien y, de repente, todo explotaba. Varias veces tuvimos que recurrir a la contención física y farmacológica, que se utiliza solo en casos extremos, cuando el paciente está en un estado de agresividad o pone en peligro su vida. Era solo el comienzo de un camino largo: el partido más difícil en la vida de Diego.
Hablar de su madre era su momento de tregua. Cuando lo hacía, el Diego impenetrable, el de las murallas más altas, dejaba entrever al pibe que todavía extrañaba las caricias de “Doña Tota”. Cada palabra sobre ella tenía un tono de ternura que lo volvía humano, como si ese amor fuera el faro que iluminaba su travesía hacia la recuperación.
Dalma y Gianina eran tema de todos los días; se quebraba al hablar de ellas, y su consuelo era escribirles cartas que nunca terminaba. Cada mañana, el día comenzaba con un ritual casi quirúrgico: electrocardiogramas, chequeos de peso, controles de glucosa y de signos vitales. Pero Diego era Diego, y eso significaba que no cualquier médico podía acercarse. No permitía que cualquiera lo viera así, expuesto, vulnerable. Esa desconfianza, que para otros era un obstáculo, para mí fue un puente. Diego, por razones que el destino guardó para sí, decidió confiar en mí.
¿Por qué? Tal vez porque compartíamos la misma cuna barrial, porque ambos veníamos de padres humildes, trabajadores que sabían lo que era pelearle a la vida con las manos vacías. Quizás porque entendía que yo no lo veía como un dios caído, sino como un tipo al que había que ayudar. O quizás, solo quizás, porque me llamaba «hermano» y yo, por respeto, nunca lo corregí.
Y estaba lo del nombre: “Lalo”. Así me llamaba, igual que a su hermano menor. Para él, eso significaba más de lo que yo entendía en ese momento. Ese simple apodo, en su mundo lleno de sombras, era un ancla a lo que todavía quedaba de hogar, de familia, de humanidad.
Diego, el barrilete cósmico, ahora luchaba en tierra firme, y yo estaba ahí, no para empujarlo, sino para sostenerlo cuando lo necesitara. Porque eso era lo que hacían los hermanos, ¿no?
Capítulo 4: El resurgir de D10S: Cuando Maradona volvió a sonreír
Los días pasaban lentos, como un partido sin goles, y en esa quietud buscábamos el resquicio, el rincón donde el auténtico Diego pudiera resurgir de las sombras. Las lágrimas caían en silencio, como un gol en contra en un estadio vacío, y su tristeza se dibujaba en el rostro de un hombre que había sido Dios y que, poco a poco, se veía más humano que nunca. Era una lucha desigual: los momentos malos se imponían por goleada a los buenos, pero incluso en esos ratos, cuando parecía que la vida no daba más, había algo que nos hacía mirar al frente: la esperanza, disfrazada de alguna de sus mil caras.
La televisión, esa caja estúpida que a veces nos mantiene atados a mundos ajenos, era el único nexo con el mundo exterior. A veces nos sentábamos y mirábamos el partido que Diego ya no podía jugar y nos olvidábamos, por un momento, del lugar en el que estábamos. Nos causaba gracia ver cómo los programas chimenteros de la tarde inventaban cosas. Hablaban de cómo era la habitación donde estaba, qué comía, qué hacía, mostraban planos de la clínica; había que llenar 24 horas de diarios y televisión.
Las cartas volaban por el aire, el truco nunca faltaba, y las carcajadas se mezclaban con la farsa del «falta envido». Como si, con cada risa, un pedazo de los fantasmas de la enfermedad se desvaneciera, aunque fuera por unos segundos. Así pasaban los mejores días de Diego encerrado… aburridos como un domingo sin fútbol.
Pero lo que nunca olvidaré fue ese partido improvisado. Un campo de fútbol en miniatura, o más bien un pedazo de pasto que no pedía más que ser pisado por los pies de alguien que entendiera de magia con la pelota. Una pelota desinflada, ya casi un trapo, y dos arcos que no sabían de ligas ni de copas. Diego, con su camiseta de hospital y su espíritu de siempre, tiraba unos piques como si estuviera en el ’86, y aunque sus piernas ya no daban para tanto, su pasión era la misma. Los pacientes, deambulando por allí, lo miraban como quien observa una estrella fugaz: con la esperanza de que algo de esa magia se les pegara, aunque fuera por un rato.
Uno de esos días, después de una de esas risas forzadas, Diego me miró con los ojos brillosos, como si estuviéramos en el vestuario antes de una final. «Lalo, escúchame bien», me dijo, y su voz sonaba más grave que nunca, «si me prestás tu ropa de hospital y yo salgo de acá como si nada… ¿Te parece que alguien se va a dar cuenta? Me pongo un estetoscopio y me voy a la mierda. ¿Qué opinás?»
Lo decía en serio, lo decía en broma, no sabría decirlo, pero en ese momento entendí algo: Maradona no entendía de barreras, ni de límites. Él había roto todos, no solo en la cancha, sino también fuera de ella. Ese chiste que era a la vez un plan de escape era la misma esencia del Diego que todos conocíamos: desfachatado, rebelde, siempre buscando la forma de evadir lo que no podía controlar. Menos mal que no me insistió mucho con el chiste, porque si era por mí, hacíamos un túnel y nos escapábamos como en las películas.
La estadía en la clínica fue un ir y venir de emociones, de luces y sombras, de risas y silencios. Nos tocó ser testigos de ese hombre que había sido el rey de los estadios, ahora luchando contra sus propios demonios. Pero, en medio de esa lucha, nos regaló más de una lección de vida: en los momentos más oscuros, siempre hay espacio para la humanidad y la amistad.
Y así, entre sonrisas y alguna que otra lágrima, nos fuimos reencontrando con el verdadero Maradona. No el que nos mostró la televisión, sino el que, con su autenticidad, nos devolvía a cada uno de nosotros un poco de la magia que nos había regalado alguna vez.
Epílogo: El renacimiento
El tiempo, como un río implacable, dejó atrás los días oscuros en los que Diego Maradona había luchado contra sus propios fantasmas. Emergió de las sombras, no como el simple reflejo de un futbolista legendario, sino como un hombre que había mirado de frente a sus miedos y hallado en ellos un sendero hacia la redención.
Maradona lo había logrado. Después de casi cuatro meses de lucha y de batallar contra lo inesperado, Diego estaba listo para recibir su alta médica y continuar su tratamiento en Cuba. Ya no era solo un paciente; ahora era un hombre libre. Libre de las sombras, de los fantasmas, de la niebla que tantas veces lo había cubierto.
Libre para continuar con su vida, para seguir escribiendo su historia. La última cena con sus padres en Villa Devoto marcó un capítulo definitivo. Esa noche, con la tranquilidad de quien ha peleado hasta el último segundo, volvió a su habitación en la clínica de Parque Leloir. A pesar de que lo despertamos a las diez de la mañana, no se levantó hasta una hora después. Como todos los días, le realizamos el exhaustivo control cardíaco, una rutina que, más que una obligación, parecía una costumbre con la que Diego ya se había reconciliado. Después de lavarse la cara, como un niño que se prepara para el primer día de colegio, anunció su partida. Vestía una camiseta con su propio rostro, como un símbolo de su resiliencia, de su capacidad de renacer cada vez que lo daban por perdido. Con una sonrisa y un abrazo, se despidió de todos, firmó unas camisetas y, sin más, se marchó. El 20 de septiembre de 2004, Diego Maradona dejaba la Clínica Del Parque.
«No me van a quebrar», proclamó con la voz cargada de emoción, mirando al horizonte. En sus manos, un rosario celeste, como un amuleto que lo había acompañado en la lucha. La emoción brillaba en su mirada, aquella mirada que había visto tantas veces en los estadios, pero que ahora era más profunda, más humana.
Para mí, lo salvó el amor a su mamá y a sus hijas; él quería curarse para estar con ellas.
A veces, me preguntan si Maradona fue un paciente difícil. Y yo, siempre respondo lo mismo: «No era difícil. Era Maradona». Porque Diego no era fácil ni difícil. Era único.
Y eso, para bien o para mal, no se puede comparar con nada. Tuve el privilegio de verlo de nuevo en agosto de 2005, pocos días antes del estreno de su programa «La noche del 10». Era otro Maradona. Un Diego radiante, lúcido, con salud renovada. Había perdido 45 kilos, y en su rostro se reflejaba una de las mejores versiones de sí mismo. Un Diego feliz, pleno, atravesando uno de los momentos más luminosos de su vida. La imagen de él abrazado y feliz junto a Rafaela Carrà todavía no me la puedo borrar.
Llegaron otros Diegos: el director técnico de la selección, el Diego de los Emiratos Árabes, el Diego entrenador de Los Dorados de Sinaloa y, finalmente, el Diego en Gimnasia y Esgrima de La Plata. En cada etapa, un Diego distinto, pero siempre el mismo: el hombre que no se rendía, el hombre que seguía desafiando al destino. A mí me tocó el Diego en las malas, el Diego en el peor momento de su vida. Y pude estar ahí para sostenerlo.
Lo que compartimos, lo que vivimos juntos, quedará siempre en mi corazón: cada día, cada mirada, cada gesto, cada palabra. Porque, al final, Diego fue más que un hombre: fue una lección de vida, de lucha, de resistencia, de pasión. Y esa es una historia que no se olvida.
Esta es mi historia: 133 días cuidando a D10S en el mismo infierno. El 25 de noviembre de 2020, dieciséis años después de aquel 2004, el mundo se detuvo por un instante. El corazón del eterno Diez, el corazón de todos los argentinos, finalmente encontró su descanso. Las batallas, las victorias y las derrotas de Diego Maradona se entrelazan ahora en una narrativa que trasciende el tiempo.
El genio imperfecto que fue mucho más que el futbolista más grande de la historia.
Hasta siempre, Diego…
Eduardo Arellano. Tu enfermero
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*Arellano es docente universitario, emergentólogo y comunicador. Es director de la fundación RCP Argentina y fue asesor en temas de salud del Gobierno Nacional. Su labor durante la pandemia de COVID-19 en barrios de alta vulnerabilidad fue reconocida por Presidencia de la Nación, resaltando “su compromiso con la comunidad”.
En el período 2003-2007, Eduardo Arellano fue enfermero personal de Diego Maradona. La historia, titulada Con D10S en el infierno, es una narración sobre los aspectos jamás contados en la peor etapa en la vida de Maradona. La crónica describe su lucha contra la adicción, el tratamiento de desintoxicación y su increíble recuperación.